Saltan las alarmas
Saltan por doquier las alarmas en estos aciagos momentos del siglo XXI. Los nazis son hoy un partido en la bella Sajonia con prácticamente los mismos votos que el histórico SPD que no llega al 10%. Los partidos democráticos de Alemania se derrumban en las elecciones en dos Estados federados que son clave y grave indicio de tendencias. Gentuza logra votos en masa de gentes por lo demás decentes ante el papanatismo y la debilidad de los demócratas. Es una historia muy conocida, con resultados perfectamente recordados y que sin embargo vuelve a surgir como realidad plausible.
Sabemos del desprestigio de los catastrofistas y sabemos que por ello conviene alejarse de ellos aunque al final tuvieran razón. Así fue en los comienzos del siglo pasado y así vuelve a ser. Pero habrá alguien que comprenda que algunos hoy puedan sentirse como Karl Kraus escribiendo Los últimos días de la humanidad, como Joseph Roth en su hotelito del exilio en París consumiendo absenta o como Stephan Zweig ya en Brasil en sus días finales. El corazón de Europa está crujiendo y todo lo peor que le ha sucedido al mundo siempre ha tenido allí su epicentro.
No hablamos de las tragedias inmediatas que se suceden en Irak u otros lugares remotos de guerras y tragedias. Allí la ignorancia de unos, el fanatismo de otros y la profunda hipocresía de tantos pueden aun hacer más daño y dolor de los que estamos presenciando. Donde podía haber esperanza se abren abismos de desgracia. Así es la historia. Quienes dudan en guerra y se vuelven contra sus aliados siempre dan la baza al enemigo.
Se trata del creciente poderío del resentimiento y del odio que se manifiesta en esta Europa que en sus círculos intelectuales es tan autocondescendiente como un niño vertiendo fuera frustraciones y tiene una población tan frágil en convicciones como en actitudes.
El caso es que sesenta años después de Auschwitz volvemos a tener en parlamentos alemanes a gentes que piensan que aquello no estuvo tan mal y que, si pueden en algún momento, volverían a gasear a sus adversarios se supone que ahora, con técnicas aun más modernas. Son representantes del pueblo que creen en la exterminación como acción política e instrumento de experimentación social. Hoy y ahora. No seamos catastrofistas pero veamos un poco lo que está pasando. Cuando un adalid de las libertades, con su inmensa tradición humanista, como el SPD recibe los mismos votos que unos apologetas del Holocausto, se puede decir sin exagerar que tenemos un problema y no es sólo un problema alemán. Además, para hacer la situación más tenebrosa tenemos poderosos como nunca a unos comunistas que jamás han condenado una política que sembró la muerte y la miseria en medio continente.
Todo ello en esta magnífica vieja Europa del pacifismo y el "buenismo" vocacional que desea dejar solos a los iraquíes para que se busquen la vida como puedan, se supone que, ellos ausentes, en tranquilidad y armonía. En estas sociedades europeas de la comodidad como derecho inalienable, la incomodidad o el revés se convierten en afrenta y agravio y la reacción puede adquirir una vez más aspectos muy poco bucólicos. Los incendios en Alemania Oriental que causaron muchas muertes en la pasada década no tienen otro cariz que los fuegos en almacenes chinos en Elche hace unos días.
Quien dude de que el 11 de septiembre del 2001 es perfectamente equiparable al 28 de junio de 1914, en el sentido de que supone como aquel una fractura de civilizaciones, va a tener en los próximos años y décadas muchas sorpresas. Gavrilo Princip, el nacionalista serbio que mató al archiduque Francisco Ferdinando en Sarajevo y los islamistas Atta y compañía que hundieron las Torres Gemelas tienen en común haber roto el mundo. El desasosiego que siguió a la acción de Princip nos trajo el fascismo y el comunismo. Hoy ambos parecen revivir con el trauma de Nueva York. Y lo hacen en Alemania. Una vez más.
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