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52º FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN

Terrible retrato de Iván Zulueta

No hubo suerte. La jornada de ayer en la sección Zabaltegi/Nuevos Realizadores deparó sendas decepciones, representadas por una película alemana, In die hand geschrieben (En la palma de mi mano), de Rouven Blankenfeld, una sórdida, excesiva peripecia sobre una católica obligada a cuidar de su padre enfermo, y por una francesa, Innocence, de Lucile Hadzihalilovic, inmoderadamente estirada, esteticista y plúmbea adaptación de un texto clásico, Mine Haha, o de la educación corporal de las niñas de Franz Wedekind. Así las cosas, este cronista tuvo que buscarse la vida en otras secciones para ver compensado su interés por ver buen cine.

Y lo logró con Moolaadé, la nueva película del patriarca del cine del África negra, el senegalés Ousmane Sembene -será la primera suya que veremos en España de estreno, después de 38 años de carrera y un montón de títulos en su haber: nunca es tarde-, una vigorosa denuncia de la ablación de clítoris, que aquí se presenta arropada por su paso por otros festivales, entre ellos el de Cannes. Y lo logró, igualmente, donde menos se lo esperaba: en un humilde documental hispano rodado por un venezolano, Andrés Duque, llamado Iván Z., un retrato tan cordial y respetuoso como a la postre terrible del más maldito de nuestros cineastas malditos, el gran Iván Zulueta, que aquí se proyectó dentro de una sección que se diría un auténtico cajón de sastre, Incorrectos.

Miedos y fetiches

Asistido por un equipo mínimo, con una cámara ultraligera y con tan sólo un par de días para rodar una entrevista, Duque se acercó el verano pasado a la casa donostiarra donde vive recluido Zulueta, emparedado entre sus imborrables, persistentes recuerdos de infancia, la huella que en él han dejado sus años de dedicación profesional al cine y su adicción a la metadona. Un Zulueta en zapatillas y bata de andar por casa recibe a Duque y se explaya mucho más de lo que jamás ha hecho ante una cámara.

Y por la película circulan sus confesiones, sus fetiches, sus miedos, sus amores. Su madre, el cine y la droga, los tebeos que leía de niño y que ya alfombraban el sentido de su obra maestra absoluta, Arrebato -sigue asombrando que cada vez que se proyecta, y en esto el festival donostiarra no ha sido ninguna excepción, suele despertar idéntica admiración que en su lejano estreno, en 1980: aquí se han agotado las entradas para todos los pases tanto de Iván Z y Arrebato-, su miedo a perder la protección que le brindan los sólidos muros del caserón materno.

Con humildad no exenta de sabiduría, Duque filmó, prestó al cineasta su propia cámara para que éste se pusiera detrás de ella y rodara, tal vez los primeros segundos salidos de su mano en décadas, y levantó testimonio. Del paso del tiempo, en primer lugar; pero también de la persistencia de los recuerdos, de la disolución de las certezas. Y el resultado no dista mucho de El desencanto, aún el mejor filme de Jaime Chávarri: el retrato terrible, por desusado y honesto, de un auténtico final de raza.

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