Batallas
Jorge Martínez Reverte ha pasado ya por dos temibles batallas. La del Ebro, hace un par de años. Un libro muy bien concebido, preciso y seductor. Ahora ha escrito la de Madrid, la crónica del asedio y liquidación de aquel Madrid. Se metió en ellas para torcer el destino, como cualquier escritor. Pero es que llevaba también un peso secreto. Un baldón. Una gallina vieja.
Aquella mañana era del año 1977 y él tenía 28 años. Bajaba las Ramblas, sin prisa, paseando. De pronto empezaron a gritar "¡amnistía, amnistía!" y se formó un corro. Le acompañaba Domènec Font, que ahí sigue. Inmediatamente los del corro soltaron unas gallinas. Llevaban la palabra amnistía pintada en el pelaje. Gritaban "¡amnistía!", los muchachos, y reían. Reverte se empezó a reír también
¿Por qué se reía? Bueno, era algo realmente gracioso, ¿no? Una buena idea divertida. Había que reír. En realidad era prácticamente obligatorio, lo recuerda, él, que siempre había tenido muy buen humor y al que no le hace ni pizca de gracia el recuerdo. Había que reír, por ejemplo, haciendo el amor. Tanto, que la incitación al acto puro y concreto se le acabó llamando "vamos a echar unas risas". Y ya no digamos haciendo la revolución. La revolución era lo más divertido. Él, por ejemplo. Se había ido del partido riendo a carcajadas. A carcajada limpia, que era como a hostia limpia, però en l'esprit de l'âge.
Cuando lo convocaron en su célula del Partido Comunista de España (I), que era donde militaba, a fin de que diera pormenorizado relato de las causas de su inminente deserción, dijo:
-Me voy porque me gusta Fort Apache y soy del Real Madrid.
Lo comprendieron. Según el eco verbal de entonces, había pasado de ser un rojo asqueroso a un repugnante liberal, así se lo dijeron, y no riendo, en la férula. Cuando ahora le preguntan por su vida y por sus cosas, y acaban preguntándole concretamente "¿tú qué?", él contesta siempre, sincrético:
-¿Yo? Yo soy un rojo repugnante.
Los policías tardaron poco en aparecer. Dieron las voces de rigor, pero las gallinas obedecían poco. Entonces fueron a por ellas. Eran gallinas que pedían amnistía. A por ellos. Entre el movimiento antifranquista siempre se había tenido por seguro que los policías procedían del agro. Muchachos a los que iban a buscar a las aldeas sorianas, extremeñas y andaluzas, les ponían una gorra de plato y los encerraban en la tocinera. ¡Quiá! Ahí estaban los presuntos rurales tratando de agarrar una gallina por las Ramblas. Ahí estaban exhibiendo su indiscutible maña proletaria, suburbial. Ni una. El espectáculo causaba francas risas entre los presentes. Y entre ellos, entre los que más reían, estaba el jovencito Jorge Martínez Reverte, hijo del héroe en el amor y en la guerra Martínez Tessier. Reía tanto que un poli se fijó en él.
Venía mucho por Barcelona en aquellos tiempos. En Barcelona pasaban las mismas cosas que en Madrid, pero pasaban mejor. Se trataba de algo diferente. Barcelona era diferente para un muchacho de Madrid. Es extraño lo que ha pasado con esa diferencia. Antes unía. Incluso el idioma, que para el que no lo conoce es siempre un animalito con muchas posibilidades de volverse antipático. Venía mucho y lo cierto es que había concertado una cita con el editor Miquel Riera, el fabricante de El Viejo Topo y luego de Quimera. Se había salido del PCE (I), pero estaba firmemente decidido a escribir un libro sobre el imperialismo antes de que la acción de las masas fundiera el objeto de estudio.
El libro no llegó a escribirlo nunca y ahí sigue el imperialismo. La no escritura de ese libro tuvo gran importancia en su vida. Un día se levantó temprano, se arremangó y se sentó a la mesa de trabajo firmemente decidido a empezar y acabar un trabajo que arrastraba como su juventud. Garabateó sin comprender apenas: "Si hay días en que uno no debiera levantarse, aquél era uno de ellos". Era la primera frase y era Demasiado para Gálvez, una de las novelas de la transición y la única que provenía directamente del imperialismo.
Después de mirarlo, el poli se giró hacia una gallina y vaya si la enganchó. Por el pescuezo. Blandiéndola se fue en busca del muchacho burlón, como una fiera. Fiera con gallina. No lo atrapó. Pero lo interesante es que la persecución Ramblas arriba duró bastantes metros. Un policía con un gallina del pescuezo persiguiendo a un Huckleberry de la izquierda.
"Hasta aquí hemos llegado", se dijo a salvo y jadeante, "y esto es lo máximo que hemos sido: héroes a la carrera". Lo vio claro. En realidad había empezado a sospecharlo desde el referéndum para la reforma política, en el que la izquierda opinó lo contrario que todo el pueblo. Pero necesitaba una imagen poética y ahí estaba. En cuanto a sí mismo, se cumplía una vez más la profecía: nunca supo, en las diversas épocas de su vida, lo que quería ser ni lo que iba a hacer. Pero siempre demostró una lucidez extraordinaria, nada autocomplaciente para determinar lo que había sido.
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