El corazón importa más que una marca
Sentimental victoria, en vísperas de la cronoescalada, de Santi Pérez, que perdió a su novia hace dos años
Olvídense de GPSs, de gráficos altimétricos, de escuadras y cartabones para medir pendientes, de mapas detallados y de libros de ruta. El mejor indicador de la dureza, y de la belleza, de una etapa de la Vuelta es el índice de cobertura del móvil, más conocido como ICM, que se basa en la conocida realidad de que cuanto menor es la cobertura telefónica en una zona remota, perdida, desierta más interesante es (por lo menos para el ciclismo). En la Axarquía malagueña, la comarca montañosa lindante con la provincia granadina, en el puerto de Ventas de Zafarraya, cerca de los olivos de Periana, en la carretera que lleva hacia Alhama de Granada, entre centenarias encinas y cuidados huertos de parras de tomates, es imposible hablar con el móvil. Cero cobertura. El mismo grado mínimo que saliendo de Monachil, en las alturas sobre Granada, y siguiendo hacia arriba, hacia arriba, por la dura y estrecha ruta que acabará uniéndose a la subida hacia Sierra Nevada. Comunicación mínima. Gran ciclismo. Etapa hermosa.
Pedro Horrillo, el chico para todo que recién ha descubierto su vena de sprinter -ya sólo le falta, como su amigo y también escritor Flecha, ganador ayer ante Simoni y Ullrich de la gran clásica italiana del Giro del Lazio, empezar a ganar carreras: todo se andará- decía en la salida, abrasante puerto de Málaga, búsqueda del seleccionador Antequera para recordarle que está para el Mundial, para su amigo Freire, que la etapa le olía a grupo de una docena, a ventaja grande antes del último puerto y a victoria del mejor escalador de entre los fugados. Y que él se olía que podía estar en ese grupo, que se sentía bien. No anda tan mal de olfato tampoco Horrillo. Acertó en todo salvo en un par de pequeños detalles, casi sin importancia: hubo escapada de una docena, pero no estuvo él, no llegó a contar con una minutada antes de la subida de Monachil y, pese a que Vinokurov, el kazajo que moriría antes de exprimir de sus glándulas la última gota de sudor y esfuerzo, lo intentó, no ganó el mejor escalador de entre ellos. En realidad la etapa se jugó en el asfalto negro, reluciente, estrecho y abrasado, inclinado al 15%, sin movistar, de la subida a Monachil; se decidió entre una docena, pero no de fugados, sino la docena habitual de grandes de la Vuelta, exceptuados Landis y su Beltrán, que empiezan a estar cansados: Heras y su Nozal, Valverde y su Quesada, los individuales Mancebo, Sastre y Luis Pérez. Y Santi Pérez, puro de corazón y de sentimientos.
A Santi Pérez, asturiano de Grado, cuerpo fino marcado por innumerables cicatrices, hasta en el cuello, recuerdo de unas insidiosas anginas, le preguntó Mancebo por qué no había pasado a relevarle en el Calar Alto, en persecución de Heras, y que por qué le había atacado al final, cuando no podía llegar muy lejos, y Pérez, piernas finísimas, sin gemelos, de fondista keniano, le contestó que su director, Álvaro Pino, le prohibió tajantemente colaborar con nadie. Y para demostrar que no miente, para probar que puede ser grande sin necesidad de aprovecharse de nadie, para explicar al aficionado por qué es el único escalador capaz de recortarle tiempo a Heras subiendo, Santi Pérez, que antes que ciclista fue equilibrista sobre ruedas, jugador de hockey sobre patines, se elevó sobre sus pedales en lo más duro del Monachil -por donde hoy volverán a pasar todos en cronoescalada- y sin mirar hacia atrás aceleró y aceleró, dejando boquiabiertos, paralizados, a todos los grandes, a los que creen que van a ganar la Vuelta, a los que pensaban ganar la etapa. Voló y se fue. No lo alcanzaron subiendo, pese a los esfuerzos de Valverde, increíblemente fuerte y rápido, pura potencia; lo perdieron de vista bajando, los larguísimos 21 kilómetros, un suspiro hasta el corazón de Granada, pese a los esfuerzos de Valverde, que a en cada relevo que daba sacaba de rueda a sus acompañantes. Y cuando ganó, Santi Pérez demostró algo más, no sólo su grandeza, no sólo que quienes creyeron que era grande desde hace años, desde que ganó una etapa en Portugal en 2002, no estaban equivocados, demostró también que a veces la condición de hombre-anuncio es secundaria también para un ciclista: al ganar se abrió la cremallera, mostró su blanco pecho, ocultó la publicidad de su equipo. Tenía algo más importante que mostrar: la medalla de su novia, Vanesa, muerta en accidente hace dos años. Por fin pudo besar su colgante, por fin, como dicen en Asturias, pasó el agua.
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