Sofía siempre será Lucila
Cuando niño, si es que alguna vez lo fui, corría como si la vida me fuera en ello, enfundado en aquellas prendas tan odiosas como necesarias, chubasquero y katiuskas -por muy ruso que suene, Ana Karenina no las hubiese llevado nunca-.
Lo primero que hacía al llegar al Carmelo era cargarme de vituallas; las pipas y el matigotxo adquirían categoría de reyes de la fiesta. Me giraba y allí me quedaba, ojoplático, como en trance, alcanzando mi particular nirvana. Observaba, una y otra vez, sin parpadear, todos aquellos carteles : Ben-Hur, La túnica sagrada, Los Diez Mandamientos,... toda la romanada abigarrada.
Siempre estaban, entre aquel olor inconfundible de humedad y madera apolillada. Quedarme quieto delante de aquellos universos era un ritual que se repetía todas las tardes de domingo durante el curso escolar. Eso o Atotxa (supongo que bajo el amparo de la Vírgen del Carmen escapé de la bufanda bicolor y los puros). Y allí estaba. La había visto en esos fotogramas de cartón, en el vestíbulo del Bellas, pero no tan grande.
Entonces me pareció la criatura más hermosa, fascinante e inquietante que nunca viera. Era un cartel anunciador de La caída del Imperio Romano, y a través de aquellos ojos casi podía con mis chatos y regordetes dedos tocar mis sueños de menino, como cantara en blanco y negro la Rodrigues.
Leo que Sofía Loren, siempre tan bella e impactante, cumple setenta años. La memoria me devuelve, vívida, aquella imagen, aquel escote marmóreo. Sofía siempre será Lucila. Cierro los ojos y vuelvo a salir del cine.
Llueve incesantemente y los baldosines de la acera se mueven. No importa que el barrillo me salpique hasta la cintura. Porque no estoy allí, yo estoy en los confines umbríos del Danubio. Ella quiere ser vestal. Yo también. La Loren. Joder.
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