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Crónica:APROXIMACIONES
Crónica
Texto informativo con interpretación

La felicidad clandestina

Manuel Rivas

En una calle de Maputo, en Mozambique, un chaval de pies descalzos aborda a una escolar que lleva un libro en brazos. A medias, como un viajero perplejo que asoma en la cubierta de una pequeña embarcación, puede verse la foto del autor, un hombre de mirada joven incrustada en un rostro maduro, enmarcado a su vez en la orla de un cabello de gradación gris, con esa voluntad del daguerrotipo para sumar los pasajeros que lleva el rostro humano.

El chaval de Maputo cree ver a un conocido en la cubierta del libro que abraza la muchacha. Él, en cierta forma, se considera amigo de ese hombre que está siempre haciendo preguntas y luego escucha con atención, como si el preguntar, la espiración, y el escuchar, la inspiración, formara parte de su sistema respiratorio. La profesión de aquel hombre conocido era estudiar la naturaleza, así que preguntaba mucho sobre insectos, animales y plantas. Pero el interrogante que abría con suavidad era tan holgado, tan hospitalario, que invitaba a meter en la misma respuesta al águila y la gallina, un suponer. A esto y lo otro. Quizá por eso, el hombre, además de ser biólogo, escribía libros con historias. Por hospitalidad. Para crear cobijos. Paisajes. Lugares. Habitaciones. Su próximo libro, le había contado, trataría incluso de una estación distinta a todas las habidas. Una estación en la que la lluvia queda suspendida en el aire. La lluvia desterrada.

El hijo del acordeonista es el relato de parte de una generación que mete los ojos, y las manos, en la caja negra de esa "guerra de guerras"

-¿Ese libro que llevas es de Mia Couto? -pregunta el muchacho de Maputo.

A la chica le sorprende y desconcierta la pregunta. Todos nos movemos con prejuicios y parece una pregunta inapropiada para ese chaval. Además, la forma de plantearla tiene poco que ver con la duda. Es la típica pregunta imperativa, esa que busca confirmar una sospecha. Pero también, para ella, el hecho de que él esté ahí, preocupado por la autoría de un libro, contiene un gran enigma: ¿qué interés puede tener este mocoso por la obra de Mia Couto? Lo más probable es que ni sepa leer.

Se lo iba a preguntar, lo de si sabía leer, pero el muchacho se adelantó.

-¿Seguro que es de Mia Couto?

-Sí, claro que es de Mia Couto. Aquí está el nombre del autor, bien claro. ¡Mia Couto!

Le había inquietado en el muchacho una conexión perturbadora entre el tono de la voz y la forma de mirar hacia el libro. Se dio cuenta, pero tarde, de que estaban en una dimensión diferente. Para ella el libro formaba parte de lo que Clarice Lispector, en aquel cuento inolvidable, llamó "la felicidad clandestina". Como la chica del relato, tumbada en la hamaca, cuando no lo leía, lo mantenía en el regazo. Era un libro amante.

Sí, se había dado cuenta tarde. El interrogante del muchacho estaba sujeto entre signos que tenían la forma de las manos. Esas manos le arrancaron el libro. Cuando quiso reaccionar, el chaval corría, inalcanzable. Para ella, era un ladrón. Pero él corría impulsado por una misión justiciera. Corría hacia la casa de Mia Couto. Iba a devolverle el libro a quien le pertenecía. Iba a restituir el libro a su autor.

Con Mia Couto, en Cariri, en el Sertão de Ceará, escucho otra historia que también transcurre en Mozambique. Pero quien la cuenta es un brasileño de la mejor madera de la humanidad, Alemberg Quindins, fundador de la Casa Grande de Nova Olinda, un oasis humano, autogobernado por sus jóvenes habitantes, contrapunto al cráter social en el que viven los meninos da rúa. En la Casa Grande, los niños afilan las uñas con cuerdas de guitarra, se alimentan con palabras sin colesterol y hacen olas en el cielo con su propia radio FM. Pero no se les sustrae el conocimiento de la derrota de la humanidad.

Alemberg Quindins estuvo en África con el propósito de compartir y extender esa experiencia de que el otro mundo posible comienza con un techo donde poder cantar, una escuela donde no habite el miedo. Claro que a veces la prioridad pasa por conseguir unas piernas ortopédicas para llegar. En un país tan pobre, la guerra fue de una lenta y sañuda crueldad. Si el papel de los niños era huir, la guadaña explosiva le segaba los pies. Cuando terminó aquella guerra, como se relata en la Tierra sonámbula de Mia Couto, nadie recordaba muy bien por qué había comenzado. Pues bien, lo que contaba Alemberg es que en su último desplazamiento, antes de regresar a Brasil, vio un ejemplar de baobab, un árbol grande y hermoso como un templo de la naturaleza, que se había mantenido como un acto de voluntad de estilo de la tierra en medio de la violencia catastral. Quindins le pidió al conductor que parase. Y corrió hacia el baobab. El chófer, con la expresión desencajada, le gritó que volviese. Aquel territorio de sabana estaba minado. Las flores blancas del baobab aparecían ahora como un involuntario señuelo. Quindins estaba a mitad de camino. Su intención era recoger unas semillas y lograr un baobab en el Sertão. Buscó la mirada del árbol y avanzó hacia esa mirada. Ahora, con humor, nos cuenta que fue en la aduana del aeropuerto donde le requisaron la semilla.

Si un libro es un lugar especial, y éste lo es, la siguiente parada para mí en estos días intensos fue El hijo del acordeonista. Ellos no lo saben, nos habíamos despedido una semana antes, pero Couto y Quindins me acompañaron en la lectura de la novela de Bernardo Atxaga, así como veía el baobab en el bosque de Obaba. Su conversación formaba parte de la obra. El libro tenía la forma de una puerta de doble hoja de la Casa Grande. El hecho de empujar y que la puerta se abriese era un movimiento de felicidad clandestina.

Que nadie se equivoque. La felicidad clandestina en la literatura va acompañada de la perturbación. Supone adentrarse de una u otra forma en el conocimiento prohibido, en el juego de disfraces del bien y del mal. Contiene la infelicidad. El arranque-desenlace en apariencia apacible de El hijo del acordeonista es, en su capa más profunda, materia de desgarro, en el que lo único seguro es el peso eterno del adiós. La paradoja más visible es la del epitafio de quien encuentra el lugar más cercano al paraíso no en la patria soñada sino en el destierro.

Como Quindins en su camino hacia el baobab, Bernardo Atxaga se acerca y se aleja de Obaba sabiendo que pisa un campo minado y que el reclamo es a la vez una verdad y un hechizo. Su manera de pisar, de avanzar en la escritura, es la contención de quien apuesta la cabeza. Es también la manera de andar de un "piel roja". Cada paso supone dos huellas, a veces contradictorias, pero siempre en territorio límite, fronterizo. Porque es cierto que, al igual que en la literatura norteamericana del siglo XIX, hay hoy en las literaturas hispánicas, en la creación y en la teoría crítica, una posición "rostro pálido", que desdeña toda implicación que no pase por la veneración del pronombre personal de primera persona, y esa "piel roja" de pelearse con su tiempo. Como no es lo mismo hacer taxidermia que dar a luz un ser vivo.

La felicidad clandestina, la felicidad del lector, es intransferible. El chaval que pretendía devolver el libro a Mia Couto cambiaría su concepto de la propiedad en el momento que aprendiese a leer. En El hijo del acordeonista hay una estructura declarada de palimpsesto, de escritura sobre escritura, que no responde sólo a una arquitectura textual. Es parte del sentido interior de la obra, concebida no como una de esas novelas históricas que tienen forma de latas de conserva, sino como el relato de un presente recordado. "Escribir es vivir dos veces", era el lema a lo Sísifo de Albert Camus. Forzando la ironía, podríamos decir que "vivir es escribir dos veces". Por lo menos. En el primer escrutinio, se hablará mucho desde una perspectiva inmediatista, y es normal que así sea. Y habrá lectores que luchen contra el libro, en el ring de la felicidad clandestina. El hijo del acordeonista es, entre otras cosas importantes, el relato de parte de una generación que mete los ojos, y las manos, en la caja negra de esa "guerra de guerras" (lenta y sañuda posguerra incluida) que fue la guerra de España. Y parte de parte de esa generación convirtió su vida en un oxímoron encadenado del comportamiento humano. Pretendiendo vengar los crímenes de la historia, acabó entrando en la historia criminal. La educación sentimental va adquiriendo los tintes de un thriller. Los colores impresionistas del primer paraíso se transforman en el dramático claroscuro de un Caravaggio. Y ahí está el escritor como un valenthuomo, protegiendo la simiente: "¡Las palabras, las palabras, las palabras!".

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