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Columna
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Leyes

La creencia de que todos somos iguales ante la ley sigue siendo un arma de doble filo. No sé si nos damos cuenta de las contradicciones que asumimos al afirmar, con una sana voluntad democrática, que todos somos iguales ante la ley, dejando a un lado nuestras diferencias como hombres, mujeres, pobres, ricos, heterosexuales, homosexuales, blancos, negros, catalanes, andaluces o inmigrantes con permiso de residencia. La voluntad jurídica de tratar a todo el mundo de la misma manera suele convertirse en una tachadura de la experiencia y de la identidad histórica de los ciudadanos, es decir, de sus carencias y de sus deseos. La Constitución afirma que todos tenemos derecho a una vivienda digna, sin duda un buen propósito. Pero eso no puede hacer olvidar que los españoles no son iguales ante la vivienda, y que hay mucha gente que ni siquiera alcanzará a pedir la hipoteca que bombardea los sueldos y las vidas cotidianas. No creo, por tanto, que la ley más democrática sea la que impone una abstracción jurídica de la igualdad, sino la que posibilita que la realidad sea cada vez más democrática, solucionando las desigualdades verdaderas. Por ejemplo, a la hora de ordenar socialmente el territorio del Estado, no hay por qué asumir una igualdad absoluta y neutral. Más que dejar las cosas como están o certificar los privilegios económicos de las zonas ricas de un país, la ley progresista será aquella que facilite el desarrollo y la igualdad de las zonas tradicionalmente desfavorecidas. La pobreza también es histórica y tiene que ver con las identidades.

Para que la democracia no signifique un proceso de homologación o de desconocimiento de la realidad, me parece clave saber distinguir entre las declaraciones falsas de igualdad y las leyes que ayudan a conseguir una realidad más equilibrada. Son muy ilustrativos los argumentos que han surgido en los últimos días para criticar las medidas del Gobierno sobre la violencia doméstica y el divorcio. El machismo no es una particularidad colérica o abusona de los hombres, sino una ideología social, muy generalizada, que afecta al reparto de papeles entre el hombre y la mujer. El machismo hace al hombre habitante de lo público, razonable, fuerte, y convierte a la mujer en un ángel sentimental que reina en los ámbitos privados. Las leyes progresistas no son las que se limitan a repetir que todos somos iguales, olvidando la situación histórica de desigualdad que vivimos, sino las que pretenden conseguir una igualdad real. Las críticas de algunas asociaciones feministas a una ley del divorcio que reconoce la custodia compartida son tan machistas como la reacción de los hombres que no comprenden las medidas particulares y discriminatorias respecto a la violencia doméstica. La idea del hombre dominador, autoritario, posesivo, nace de la misma ideología que define a la mujer como un alma sensible, propicia para cuidar de su casa y de sus hijos. En nombre de los derechos de la mujer, se afirman en los juzgados de familia y en los corros de amigos muchas ideas sobre el trabajo, la sexualidad, las pensiones, los hijos y los domicilios, que tienen más que ver con Pilar Primo de Rivera que con una verdadera democracia. Bienvenidas sean las leyes que reflexionan para crear una realidad justa.

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