Deseo de morir, voluntad de vivir
El padre se queda a solas con su hijo en la habitación del hospital. En un tono sereno y reposado le dice: "Di a los médicos que realicen una cirugía paliativa. No quiero sufrir más, ya han sido muchos años de sufrimiento para todos". El hijo le interrumpe para convencerle de que aún hay posibilidad de curar, pero el padre insiste: "Abre los ojos. Ya he vivido y visto lo suficiente. Vosotros ya tenéis la vida solucionada. Os he dado la mejor educación y estoy orgulloso de vosotros. Ahora sólo os pido que respetéis mi voluntad. No quiero sufrir más. No hay medicina que me pueda devolver lo que he perdido y no estoy dispuesto a perder más. Hay que saber cuándo es el momento de decir basta ya. Ya sé lo que es vivir". Sentados los principios de su testamento vital, el padre le dio instrucciones a su hijo de cómo proceder en los momentos finales de la vida. Lo que no sabía el hijo en esos momentos es que, años después, él tendría que hacerse un planteamiento similar.
Falta pedagogía de la muerte, lo que la convierte en tabú o en algo que les pasa a otros
Este mes de septiembre se ha estrenado la película de Alejandro Amenábar Mar adentro sobre la vida de Ramón Sampedro y, con ella, se ha vuelto a abrir el debate sobre el derecho a una muerte digna. Es éste un debate recurrente, en el que la realidad se contempla desde dos tesis opuestas y muy dogmáticas: vida o muerte, como si las fotografías sólo pudieran ser en blanco y negro y no existiera una amplia gama de colores intermedios. La decisión de morir con dignidad es compleja y, en determinadas circunstancias, negar ese derecho o promoverlo puede tener un efecto dañino. No se trata de intentar curar el dolor con más dolor. La decisión de morir, a diferencia de otras decisiones que se pueden tomar en la vida, lleva asociada una característica inmutable: una vez se va "mar adentro" no hay posibilidad de retornar. Es por ello por lo que el debate en torno a la muerte digna debería también incluir otro tipo de consideraciones. Entre ellas, destacaría la ausencia en nuestra sociedad de una pedagogía de la muerte, lo que la convierte en un tema tabú o algo que les pasa a los otros pero no a uno mismo. El tema de la muerte se sitúa como un asunto profesional o un tema íntimo al que se es indiferente y para el cual, a veces, sólo parecen existir dos soluciones posibles: vida a ultranza o eutanasia. Sin embargo, la muerte no es sólo un tema médico, ni tampoco una situación que se tenga que solucionar por la vía rápida. El derecho a la muerte digna no puede convertirse en una invitación a querer morir como medio para poner finitud y certeza a una situación incierta de sufrimiento y dolor. Ello es importante en una sociedad, como la nuestra, en que cualquier alteración del bienestar se percibe como algo a tratar de forma inmediata. Por otro lado, mantener la vida a ultranza resulta un hecho contradictorio en un entorno sanitario y educativo cuya aproximación a la muerte de forma técnica obvia los aspectos emocionales, espirituales y filosóficos relacionados con el hecho de vivir con una enfermedad.
La muerte y el hecho de morir llevan asociado en los países pobres un ritual de acompañamiento y solidaridad con el enfermo y la familia que, lamentablemente, hemos dejado huir en nuestra sociedad de forma silenciosa por la puerta de atrás. En ausencia de tecnología, convierten el acto de compadecer en una buena alternativa terapéutica. Donde la medicina no cura, las personas cuidan y proporcionan confort. En cambio, en los países avanzados, aparte de disponer de una buena capacidad técnica, los pacientes y los familiares encuentran en sus sistemas sanitarios y en la sociedad civil recursos complementarios de apoyo y solidaridad entre y con los enfermos, como son: grupos de ayuda mutua, comunidades virtuales de pacientes, clínicas antiestrés y otro tipo de servicios que les ayudan, en su proceso de duelo y sufrimiento, a sentirse reforzados y acompañados en el momento de tomar decisiones difíciles. Con ello también se logra aliviar esa sensación que, a veces, tienen los enfermos de haberse convertido en una carga para sus familias y la sociedad. Es así como a la injusticia de la enfermedad se le añade el sentimiento de culpabilidad y un mayor desasosiego, ignorando que estar enfermo es perfectamente compatible con la dignidad humana. En nuestro país, de corazón latino, el hecho de morir nos ha cogido desgraciadamente cantando bulería. Medicina u olvido. No sabemos más. Es el yuyu. No hay ni alternativas ni complementos. A veces, fallecer en España es morir en la orilla. Quizá, por eso, sería deseable que la película de Amenábar llevara el debate mas allá del simple y falso retrato em branco e preto y que fuéramos capaces de proporcionar la atención espiritual, emocional y social que necesitan los enfermos y sus familiares, con independencia de si están o no en la fase final de sus vidas. Lo que podamos hacer hoy por ellos es algo que también lo hacemos por nosotros porque, como decía el poeta Jorge Manrique ante la muerte de su padre: "Nuestra vida son los ríos que van a parar a la mar, que es el morir". Para poder ir "mar adentro" se ha de saber, querer y poder planificar bien el viaje.
Albert J. Jovell es médico y sociólogo, doctor en Salud Pública por la Universidad de Harvard.
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