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Columna
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Los alegres disidentes

Se acaba de celebrar el 24º Congreso de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, con la asistencia de más de mil personas, entre ellas unos simpáticos pensadores díscolos que llevan toda la vida luchando porque la Iglesia española practique por fin el fraternal cristianismo de Cristo y deje de oscurantismos y monsergas. Uno lleva años admirando y siguiendo a Enrique Miret Magdalena y Juan José Tamayo -cuyas voces han sonado fuertes estos días-, pero conocía menos a José María Castillo, profesor emérito de la Facultad de Teología de la Universidad de Granada. Castillo, como sus compañeros de la Asociación Juan XXIII, anda muy disgustado, y se entiende, con las tomas de posición de la jerarquía actual, que tacha de rotundamente "integrista". El teólogo señala que la Iglesia española, en vez de afrontar los cambios de la sociedad contemporánea con una actitud positiva y creadora, como se supone haría Cristo, se está manteniendo férreamente en la línea reaccionaria de siempre, identificada sin rubor alguno con el Partido Popular, y que no sólo se niega a admitir a los colectivos católicos progresistas sino que los margina y les pone constantes pegas. Resultado: una fractura en el seno de la Iglesia cada vez más penosa. "Los obispos han logrado no ser reconocidos como guías y maestros de tantos y tantos ciudadanos que buscan sinceramente a Jesús", se queja Castillo. Además, ¿no es verdad que los medios de comunicación que maneja la Conferencia Episcopal se utilizan para crispar la sociedad en vez de construir puentes de entendimiento y de convivencia? La visión del teólogo es desoladora.

La de Tamayo, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid -cuyos artículos en este diario sobre temas eclesiásticos se esperan siempre con impaciencia- es, si cabe, aún más desalentadora. Hace poco más de un año, en Granada, Tamayo arremetió contra el empedernido machismo de la Iglesia, en absoluto justificado por los Evangelios, y contra su cerrazón ante los avances científicos. Hoy ve que no ha cambiado nada. Los ataques contra los teólogos disidentes arrecian. Se multiplican las condenas, se amenaza con expulsiones. "Lo único que falta", añade, "es el decreto de excomunión".

Pero quien sigue más llamativamente en sus trece es el jovial nonagenario Miret Magdalena. Hace unos días este gran hombre -¿cómo olvidar sus artículos en Triunfo, que supusieron para miles de jóvenes católicos progresistas un estímulo para seguir luchando?- aludió en una entrevista televisada a la importancia para el ser humano de pensar con optimismo. Buscó en su memoria, sin encontrarlo, el nombre del autor norteamericano Dale Carnegie, que hace años publicó un bestseller titulado El increíble poder del pensamiento positivo, y vino a decir que, de todos los maestros en tal arte, Cristo era el mayor. ¿Dónde cabían en la Iglesia, pues, actitudes negativas, la renuncia, por ejemplo, a la risa, al buen humor? Al ver a Miret, al escuchar y leerle, surge indómita la fantasía de lo que podría ser España con una Iglesia católica sintonizada con los desheredados en vez de con los herederos, para quienes este país ha sido y será siempre suyo.

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