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Eurofestival constituyente

Creo que no hay duda alguna de que la sociedad catalana ha sido y es europeísta, más allá de su poco entusiamo por acudir a las urnas en las convocatorias para elegir a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, un hecho que no carece de importancia pero que debe interpretarse, tal vez, como una cierta desconfianza sobre la eficacia del papel que han venido teniendo nuestros eurodiputados en las decisiones que toman en la Unión Europea los representantes de los 25 gobiernos en el Consejo.

Ahora la sociedad catalana se encuentra ante la posibilidad de pronunciarse sobre el proyecto de Constitución europea a través del referéndum que el Gobierno central ha anunciado que convocará el próximo mes de febrero. Teóricamente, nadie puede negar la potencial trascendencia de la convocatoria, pero tampoco se puede negar que la acechan, cuando menos, dos peligros. Uno, la indiferencia ante la complejidad del texto, más de 450 artículos; el otro, el desconcierto ante la posición de las diferentes fuerzas políticas y organizaciones sociales. El sí, el no, la abstención o el voto en blanco son propuestas que pueden ser no sólo incuestionablemente legítimas, sino razonadamente defendibles desde posiciones europeístas, lo cual convierte, a mi entender, en petulante a quien se atribuya el monopolio de ser europeísta de verdad.

Los defensores del pueden aducir, negro sobre blanco, las mejoras en la participación, la transparencia y la eficacia que el texto constitucional representa en relación con los tratados vigentes, y añadir la importancia de haber incorporado de la Carta de los Derechos Fundamentales con valor jurídico el derecho a la iniciativa legislativa popular, así como el aumento de competencias del Parlamento Europeo, la disminución del derecho a veto de los gobiernos y la inclusión explícita de la defensa del desarrollo sostenible en una economía definida como social de mercado y que apuesta por el pleno empleo.

Los defensores del no pueden poner sobre la mesa que el texto se ha quedado corto en relación con las necesidades actuales de una Unión Europea de 25 Estados, lo que ha producido una evidente frustración popular al ver que persiste la primacía del poder intergubernamental -pese a su disminución- y la falta de una política exterior plenamente común. Aunque se incorpora explícitamente el compromiso con una política de paz y de prevención de conflictos, no se asegura un proceso coordinado de desarme, y la nueva figura de un vicepresidente responsable de las relaciones exteriores no se acompaña de una autoridad definida que asegure plenamente su eficacia. Estas reservas, que podrían ampliarse, vienen agravadas en Cataluña por la falta de reconocimiento explícito de su carácter de nación sin Estado y que no se incorpore el catalán como lengua oficial, lo cual supondría superar, por elevación a nivel europeo, la falta de reconocimiento por parte del Estado español, en cuyas manos queda la posibilidad de que el Gobierno catalán esté presente o no en los ámbitos de decisión europeos.

Por otra parte, los defensores de la abstención pueden aducir, también razonablemente, que desde su europeísmo incondicional no se sienten suficientemente bien informados para emitir una opinión y que la prudencia les aconseja quedarse a la expectativa. Por último, los europeístas que opten por votar en blanco tampoco estarán faltados de razones al afirmar que no quieren quedar al margen de la participación ni que su abstención sea interpretada como indiferencia. Pese a que se sienten defraudados por el texto del proyecto de Constitución, les repugna decir no a los avances que indudablemente representa el articulado del texto. Ante este panorama, los únicos que se sienten seguros son los antieuropeístas de siempre, que en Cataluña, aunque pocos, también existen.

La pluralidad de opciones se da, por tanto, entre europeístas críticos, y esta pluralidad se está expresando con respuestas confrontadas que incluso han penetrado en el interior de las organizaciones políticas y sociales. Cierto es que en el ámbito donde quizá lo ha hecho de una forma más espectacular ha sido en Convergència Democrática de Catalunya, pero sería superficial no tener en cuenta que las diferencias han asomado con mayor o menor importancia en todas las organizaciones, incluso en el PP, que no escapó a la incontinencia verbal del señor Aznar cuando se apresuró a insinuar serias reservas para dar un al texto aprobado.

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En el marco estricto de Cataluña, a las deficiencias generales, los partidarios del no añaden que no hay ningún avance en el reconocimiento del papel de las regiones con poderes legislativos, a lo que los partidarios del aducen que el texto tampoco cierra las posiblidades de intervención, que son plurales aunque quedan en manos de los gobiernos de los Estados y que es a éstos a los que hay que pedir responsabilidades. Los partidarios del no recuerdan también que el catalán no es reconocido como lengua oficial, cosa que también reclaman la mayoría de los partidarios del sí, que añaden, sin embargo, que el proyecto de Constitución deja abierta la regulación del régimen lingüístico y abre una puerta a un cierto reconocimiento cuando se acepta como legítima la redacción en catalán presentada y autentificada por el Gobierno del Estado.

No hay duda de que el panorama es diverso y que el voto ciudadano en el referéndum podrá ser un voto oficialista, aceptando sin más la opinión de la organización politica o social con la que se identifique, o un voto que se guíe por la intuición, el sentimiento o el pragmatismo. Pero en el mejor de los casos, atravesando el bosque de opiniones encontradas y especialmente las pedantemente ideológicas o las instrumentalmente maniqueas, también puede ser un voto que responda a la pregunta de si el proyecto de Constitución es o no un paso adelante en la trabajosa cincuentenaria construción de la Unión Europa, en la democratización del proceso de globalización y en la garantía de un desarrollo sostenible, o bien representa la consolidación cerrada de un modelo que condena para siempre el futuro de la Unión Europea a no responder positivamente a estos objetivos.

Como ciudadanos europeos deberemos tomar una decisión personal, que está en la base de la convivencia democrática. En mi caso, desde el respeto a la opinión mayoritaria de la organización en la que milito, sea la que sea dicha decisión, a la hora de asumir la responsabilitadad de emitir mi voto en el referéndum optaré, una vez más, por ser coherente con mi opinión personal. En consecuencia, y pese a la frustración en muchas de nuestras expectativas inmediatas, desde mi experiencia de lucha en el proceso de construción europea y desde la convicción de que el proyecto de Constitución es una plataforma que mejora nuestras condiciones de avance progresista tanto en el presente como para el futuro, votaré en el referéndum.

Antoni Gutiérrez Díaz es ex vicepresidente del Parlamento Europeo

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