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LA COLUMNA
Columna
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La cultura de la muerte

Josep Ramoneda

COMO EN OTROS momentos críticos de la historia, la cultura de la muerte recupera protagonismo. Es la cultura de los terroristas, pero también la cultura con la que algunos Gobiernos se enfrentan a los terroristas. "Indiferencia ante la muerte de los demás", lo ha llamado Bernard-Henri Lévy. Esta indiferencia está en los asaltantes de la escuela de Osetia, que ya no respetan ni a los niños, pero también en la estrategia de Putin, que desde que empezó a gobernar ha buscado apuntalar su legitimidad sobre cadáveres. Está en los atentados de Hamás y en las respuestas del Gobierno de Sharon. Está en la secuencia de objetivos de la resistencia terrorista iraquí: primero; soldados americanos; después, policías iraquíes y políticos que colaborasen con los americanos; a continuación, periodistas, miembros de empresas extranjeras y finalmente cooperantes, y siempre, como acompañamiento, la muerte indiscriminada de civiles que tuvieron la desgracia de estar donde explotó el coche bomba. Y está también en la guerra indiscriminada como respuesta, porque, como dice el antropólogo Jack Goody, la guerra moderna, librada desde el aire, no hace distinción entre civiles y militares.

Naturalmente, la indiferencia ante la muerte de los demás ha crecido gracias al terror y a su utilización por los que gobiernan para fomentar el miedo como estrategia política. Leo que un familiar de una víctima del 11-S, Wikki Stern, ha dicho: "La tragedia es algo que la gente tiende a utilizar en su beneficio". Efectivamente, los políticos que nos presentan la lucha antiterrorista como una cruzada moral y que convierten cualquier discrepancia en apoyo al terrorismo se instalan sin pudor sobre la tragedia en busca del rédito político. La convención republicana era el último ejemplo, hasta que apareció Putin para desplegar sobre la tragedia de Osetia un discurso antioccidental -de nuevo, el enemigo para cohesionar a los rusos- y neoimperialista -vamos a buscar a los terroristas en cualquier parte del mundo- sobre el que reafirmar su autoritarismo. Lo hace Bush, lo hace Putin, lo hizo Aznar y tantos otros.

Desde el 11-S, y se cumplen ya tres años, el terrorismo es la coartada para hacer callar cualquier discordancia. Y para confundir cualquier realidad. El terrorismo se ha convertido en la etiqueta que evita dar explicaciones o buscar respuestas razonables a los conflictos más acuciantes. Toda acción violenta contra un Estado es terrorismo, y todos los terrorismos son iguales. Ésta es la doctrina -que el aznarismo predicó entre nosotros- que permite a Putin decir que lo ocurrido en Osetia no tiene nada que ver con Chechenia o a Bush que en Irak no hay resistencia, sino terrorismo internacional. El terrorismo como mal de males que engulle todos los problemas. Y así se ha ido construyendo una ideología de la seguridad que se ha convertido en dominante. El binomio seguridad-terrorismo ha permitido en un país como Estados Unidos justificar la guerra, modificar legislaciones en detrimento de derechos básicos, limitar la libertad de expresión, crear espacios judiciales fuera de todo control y de toda garantía y aplicar abusivos e indiscriminados mecanismos de control con derivaciones claramente racistas. Al mismo tiempo, la religión musulmana, que siempre ha sido vista desde Occidente como la paria de las tres religiones del libro, ha recobrado el papel de signo indicativo del otro, del enemigo contra el que Occidente construye su identidad.

Tres años después del 11-S, el terrorismo sigue siendo una amenaza. Pero no es el principal problema del mundo, por mucho que algunos gobernantes empeñados en borrar lo imborrable, la complejidad del mundo, nos lo quieran hacer creer. El sufrimiento humano tiene muchísimas más causas que el terrorismo, pero la ideología de la seguridad que hoy domina no quiere que se hable de ellas. La guerra como prevención y como respuesta ha golpeado a los terroristas de Al Qaeda, pero también les ha abierto nuevos espacios para la acción. Y, sobre todo, ha servido para minimizar los grandes conflictos del mundo. En nombre de la amenaza terrorista, todo lo demás aparece como secundario. La larga lista de conflictos bélicos que pueblan el planeta (siempre con discursos étnicos o religiosos atizando el fuego) o son integrados bajo la etiqueta del desafío terrorista o no existen. Puesto que todo es terrorismo, todo está permitido. La gran potencia mundial está en pleno periodo electoral. A juzgar por los mensajes de campaña, no eligen un presidente de la nación, eligen un comandante en jefe. Sólo algunas voces de ciudadanos tratan, de vez en cuando, de romper el cerco. El cerco de la cultura de la muerte en la que quieren instalarnos.

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