Miguel Ríos
Las raíces más sólidas no son las que nos atan a un lugar, sino las que nos dan compañía cuando pasa el viento y nos lleva de un sitio a otro. El viento responde a muchos nombres. A veces se llama tren y tiene color de posguerra a la ocho de la mañana, cuando el futuro está doblado y limpio en una maleta de cartón, una de aquellas maletas que se ataban con las cuerdas del estupor y la esperanza. El viento se llama autobús, próximo autobús, y pasa por las carreteras nocturnas de la realidad. Aunque las noches se parezcan a los bares cerrados, el viento acaba trazando su camino y se acostumbra a los carteles que dicen vuelvo en cinco minutos y a las gasolineras desprevenidas. Así un día se llama avión y sobrevuela los países y los mares, y da vueltas a los mundos. Es conveniente entonces que el viento nos dé también vueltas al corazón y que conserve una lealtad con la que dialogar, una raíz que en vez de inmovilizarnos haya aprendido a fijar el rumbo. Todos somos papeles en el viento, pero no es lo mismo ser papel de estraza, o papel mojado, o papel carbón, que papel de carta escrita a un destino y convertida en carácter. La dignidad es esa raíz que nos hace compañía sin atarnos, ese recuerdo que se transforma en lealtad, en modo de vida, en respeto al adolescente que fuimos cuando empezamos a soñar en serio.
Estoy hablando de Miguel Ríos, que ha viajado en el viento y ha sido leal con sus primeros sueños y con su destino. Miguel mira en público con ojos privados, algo muy extraño en un mundo que suele confundir la representación con los simulacros y las escenificaciones con la hipocresía. Nada más difícil que llegar a ser como uno era, sin mediar renuncias o falsificaciones, sin dejar de hablar con uno mismo cuando se habla ante los demás. Me gusta recordar la noche que le concedieron la medalla de oro de la Fundación Rodríguez Acosta, porque Miguel estaba como niño con zapatos nuevos. Los apellidos Rodríguez Acosta, además de llevarnos al viento de la buena pintura, significan en Granada el dinero, el color sólido de los negocios y los bancos. A ver si te crees que somos los Rodríguez Acosta, le decía su madre cada vez que el joven galanteador intentaba sacarle unos zapatos nuevos. La vida está llena de jóvenes que piden unos zapatos nuevos para pisar con orgullo las carencias de la realidad y de madres que hacen cuentas, después de protestar mucho, para abrir las puertas de las zapaterías. Pero resulta mucho más difícil encontrar a personas que, en medio del éxito, se compran unos zapatos nuevos para honrar su pasado, para recordar las cuentas de la necesidad, el escaparate en el que los sueños colgaban su cartel de vuelvo en cinco minutos. Miguel Ríos estaba allí para darse a los demás, pero recordándose a sí mismo, a su madre, a sus zapatos, al joven que salió de Granada con una maleta de cartón y se dejó llevar por el viento, que se llama tren, autobús, carretera nocturna, avión y deseos convertidos en carácter o en destino. Después de tantos años, Miguel Ríos sigue recordando las cuerdas de su maleta, mientras va de canción en canción, de homenaje en homenaje, de concierto en concierto. Su vocación sigue ardiendo, es un presente y una lealtad. Lo oyes hablar y parece que está empezando. Os lo juro.
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