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El día de la interdependencia

Tres años después de los horrores vividos el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos está inmerso en una campaña electoral en la que ondean las banderas y que confirma que aún no se han comprendido las lecciones más importantes de aquel fatídico día. Tanto en la convención demócrata como en la republicana, los delegados exhibieron sus credenciales patrióticas y dieron a la guerra contra el terrorismo -la guerra por la seguridad nacional- máxima preferencia. En la convención demócrata, el senador Kerry, que recientemente parece haber renovado su respaldo a la guerra de Irak, aseveró que él, exactamente igual que el presidente Bush, no pediría el "permiso" de nadie para proteger a Estados Unidos de sus enemigos. Y aunque inmediatamente antes de la convención republicana el presidente Bush parecía admitir que la guerra contra el terrorismo nunca se podía ganar, quienes hablaron en ella, desde McCain hasta Giuliani, Schwarzenegger y Cheney, convirtieron esa guerra en la principal misión del gobierno. En lo que a Estados Unidos se refiere, parece haber consenso en que lo primero es la seguridad; y en lo que a seguridad se refiere, Estados Unidos es el primero, el último y el único.

Todo ello parece sugerir que en nombre del 11-S los estadounidenses siguen haciendo caso omiso de las lecciones del 11-S. Pero aunque los terroristas fueran unos asesinos brutales, también fueron unos instructores brutales sobre las nuevas realidades del mundo del tercer milenio, principalmente la realidad de la interdependencia. Para las naciones ya no hay un dentro y un fuera. Los muros ya no funcionan. La Unión Soviética pagó el olvido de esta verdad con su propia existencia hace 15 años, mientras que, al reconocerla, Europa puso fin a 300 años de matanzas mutuas; pero el Estados Unidos dirigido por Bush (como el Israel de Sharon) sigue creyendo que puede basar su seguridad en los muros.

Sin embargo, en un mundo donde el interior y el exterior son la misma cosa, los muros no podrán dejar fuera a los malos y tampoco podrán mantener dentro a las plagas criminales o sanitarias, o al capital depredador. Entre los países que "patrocinaron" a los criminales del 11-S no sólo estaban el Afganistán de los talibanes y la Arabia Saudí wahabí, sino también la Nueva Jersey demócrata y la Florida republicana, donde varios de los terroristas del 11-S residieron durante años. Demasiados políticos estadounidenses viven en un mundo de Estados nacionales propio de los siglos XIX y XX, y usan a antiguos enemigos como la Alemania nazi y la Rusia soviética como modelos para nuevos enemigos como Al Qaeda y Hamás, a pesar de que estos nuevos enemigos de la seguridad y la libertad no son en absoluto ni dictadores estadistas ni Estados rebeldes. El terrorismo se parece más al sida, al calentamiento del planeta y al narcotráfico internacional: no es producto de los Estados nacionales, sino de nuevas fuerzas interdependientes que han reducido a la impotencia a los Estados nacionales más poderosos, especialmente cuando actúan por su cuenta. Al Qaeda no es un Estado rebelde, es una ONG malévola -podemos llamar a sus partidarios terroristas sin fronteras- y no será derrotada por muchos regímenes talibanes o por muchos Sadams brutales que Estados Unidos derroque. En un mundo interdependiente, las fuerzas del terrorismo son asimétricas respecto a las de las naciones que poseen la hegemonía militar. ¿Cuántos bombarderos B-1 hacen falta para derrotar a Al Zawahri? ¿Cuántos tanques Abrams para capturar a Osama? ¿Cuántos soldados estadounidenses para derrocar a Múqtada al Sáder? No puede haber una respuesta sensata a estas preguntas porque las fuerzas opuestas son asimétricas; razón por la cual Estados Unidos ganó la guerra formal contra el Irak de Sadam, pero ha perdido la paz informal con aquellos a quienes "liberó".

Los antiguos hábitos de independencia soberana son comprensiblemente difíciles de romper. Hace 228 años, creyendo que la libertad y la autonomía de su nación soberana iban de la mano, Estados Unidos proclamó su independencia. Durante más de dos siglos, imitado por Europa, siguió considerando que el ideal soberano era la premisa de los derechos y la justicia social, en cuyo nombre se esforzaba por llegar a ser democrático y libre. Hablando no sólo por sí mismo sino también en representación de otras naciones, sigue creyendo que la democracia se basa en la liberación nacional, y que la libertad personal exige la independencia nacional. El mundo ha seguido el modelo estadounidense. Tras la II Guerra Mundial, las luchas por la liberación nacional contra el dominio colonial en todo el Tercer Mundo convirtieron la independencia en condición para la libertad. Hace poco menos de quince años, los habitantes de Budapest, Praga, Varsovia y Moscú reafirmaron la poderosa relación entre libertad e independencia declarándose liberados del dominio ejercido por el comunismo soviético; reclamando su libertad mediante la reafirmación de su derecho al autogobierno. Hoy, en partes del mundo tan diferentes como Afganistán, Liberia, Kosovo y Brasil, las naciones siguen afirmando que su independencia soberana frente a la tiranía interna y el imperialismo externo es una condición para la libertad de su pueblo.

Pero las naciones que desde hace tiempo disfrutan de su independencia o aquellas que recientemente han luchado por conseguirla están aprendiendo por las malas que la libertad, la igualdad, la seguridad frente a la tiranía o frente al terrorismo no se basan exclusivamente en la independencia. Que en un mundo en el que la ecología, la salud pública, los mercados, la tecnología y la guerra afectan a todos por igual, la interdependencia es una cruda realidad de la que depende la supervivencia de la raza humana. Que donde gobierna el miedo y el terrorismo se recibe sólo con "horror y sobrecogimiento", no se pueden alcanzar la paz ni la democracia. Que mientras no establezcamos esas instituciones mundiales que puedan ofrecernos una interdependencia benéfica, estaremos acosados por entidades mundiales que nos hacen pagar el precio de la interdependencia maléfica y anárquica. Que si no emprendemos un nuevo viaje hacia la democratización de nuestra interdependencia, podríamos perder las ventajas proporcionadas por el antiguo viaje hacia la independencia democrática.

Mientras que antes, para garantizar su destino, las naciones dependían exclusivamente de la soberanía, hoy dependen unas de otras. En un mundo en el que la pobreza de unos pone en peligro la riqueza de otros, donde nadie está más seguro que el menos seguro, el multilateralismo no es una estrategia de idealistas sino una necesidad realista. La lección que nos ha enseñado el 11-S no ha sido que un Estados Unidos soberano podía disuadir y desbancar unilateralmente a los países rebeldes, sino que la soberanía era una quimera; que el VIH, y el calentamiento del planeta, y el comercio internacional, y la proliferación nuclear, y la delincuencia multinacional y el capital depredador ya habían robado a Estados Unidos la esencia de su preciada soberanía mucho antes de que aquella mañana los terroristas manifestaran el asesino desprecio que sentían por ella.

Estados Unidos sigue esperando desempeñar el papel de Llanero Solitario en un mundo en el que lo cierto es que sólo los "grupos" globales tienen una oportunidad de éxito, porque la interdependencia es ahora nuestra realidad; y el reconocimiento de la interdependencia es el punto de partida necesario para establecer una política exterior prudente. Pero los ciudadanos no necesitan esperar que los presidentes o los gobiernos adopten la interdependencia y trabajen para construir una arquitectura cívica de cooperación mundial. El 12 de septiembre de 2004, continuará en Roma el viaje hacia la interdependencia que empezó el año pasado en Filadelfia y Budapest. En Filadelfia, se promulgó la nueva Declaración de Interdependencia, firmada por cientos de ciudadanos en persona y por miles más en Internet (véase www.civworld.org), en el primer Día de la interdependencia, que fue celebrado también en Hungría.

Este año, miles de personas de más de dos docenas de países se reunirán en Roma para celebrar el segundo Día de la interdependencia. Una impresionante lista de testigos de este día (que será celebrado también en 20 escenarios estadounidenses y en otra media docena de países de todo el mundo) reafirmará la sencilla verdad de que ningún niño italiano y ninguna madre estadounidense podrán jamás dormir seguros en sus camas si los niños de Bagdad y Karachi o los padres de São Paulo y Darfur no están seguros en las suyas. Que a los estadounidenses y a los europeos no se les permitirá sentirse orgullosos de la libertad si la gente de otros sitios se siente humillada por la servidumbre. Esto no se debe a que Europa y Estados Unidos sean responsables de todo lo que les ha ocurrido a los demás, sino que en un mundo de interdependencia las consecuencias de la pobreza y la injusticia para algunos las sufrirán todos. En palabras de la Declaración de la Interdependencia, ha llegado el momento de que todos los pueblos se declaren "ciudadanos de un CivMundo, cívico, civil y civilizado... reconociendo (sus) responsabilidades para con los bienes y las libertades comunes de la humanidad en su conjunto". Todos aquellos que lo hagan el 12 de septiembre en Roma y en cualquier otro lugar del mundo serán pioneros de un viaje en el que, si queremos sobrevivir, todo ciudadano -cartero o primer ministro- deberá embarcarse a su debido tiempo.

Benjamin R. Barber es catedrático de la Universidad de Maryland y autor, entre otros libros, de El imperio del miedo: guerra, terrorismo y democracia. Traducción de News Clips

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