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Los nuevos Nuevos Mundos

Félix de Azúa

No creo que sea cosa fácil, para un contemporáneo, imaginar con exactitud la experiencia que supuso navegar océanos desconocidos o penetrar en tierras vírgenes. Ni siquiera la ficción lo presenta de un modo convincente. En ocasiones el arte utiliza la metáfora de los exploradores para hablar de virtudes modernas, como en la excelente Master and Commander; otras veces asimila la exploración a una futura (y muy optimista) navegación por el espacio, truco frecuente entre escritores de ficción científica. Sin embargo, la intraducibilidad de la experiencia de los navegantes clásicos nos obliga a participar de su aventura con perplejidad rayana en la estupefacción.

No creo que haya relato más asombroso que el de Bernal Díaz del Castillo. Su Historia verdadera de la conquista de Nueva España sólo puede compararse con la épica homérica. No me cabe duda de que si Díaz hubiera sido súbdito de la corona inglesa hoy sería más famoso que sir Francis Drake, y estaría por encima del relamido Bougainville de haber estado al servicio del rey de Francia. Sin embargo, es imposible entender seriamente sus experiencias, pues son tan desmesuradas como las de Ulises. Imagine el lector que nunca haya entrado en el relato el momento en que Díaz, junto con Hernán Cortés, otros soldados y los naturales acogidos a la protección militar del comandante español, después de atravesar junglas, marismas, llanuras y montes, avistan la ciudad de México. "Y desque vimos cosas tan admirables, no sabíamos que nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, e veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchas puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México, y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos soldados" (LXXXVIII). Aquellos extremeños, vascos o castellanos que sólo conocían sus aldeas o como mucho la destartalada villa de Madrid, veían aparecer ante sus ojos una urbe armada de palafitos, como una Venecia paleolítica, con pirámides y palacios de sillar que relucían al sol poniente como si fueran de oro. ¿A qué experiencia moderna puede compararse? Al lado de semejante sorpresa, el paseo por la luna es una pobre cosa.

Que nuestra experiencia, la del mundo actual, es incomparable (creo que la palabra adecuada sería "inconmensurable") con la del mundo renacentista y barroco se disimula por el hecho de que nuestra experiencia es de orden ortopédico. La navegación aérea nos concede alas colosales, el teléfono nos da oídos omnipotentes, la televisión coloca nuestros ojos en cualquier lugar del planeta. Convertidos en un solo individuo virtual, una masa cuyo cerebro es la suma de todos los discos duros, privados y públicos, del planeta, los actuales humanos somos incapaces de imaginar una experiencia personal. Porque lo inconmensurable de Díaz del Castillo es que vio la ciudad de México en persona, y no en un programa de televisión. Él y sus compañeros eran únicos. La Luna la pisamos todos cuando la pisó Armstrong. Nuestras exploraciones son colectivas. Periodismo.

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Bien podría decirse que aquéllos fueron los últimos viajes realizados por individuos, aunque restos de aventura personal se arrastran hasta el romanticismo. "No se trata tanto de la humanización de la naturaleza o de la naturalización del hombre (...) cuanto de la demostración de la singularidad del hombre en el espacio", escribe Isabel Soler en El Nudo y la Esfera (Acantilado), estudio de mucho provecho para quienes tengan la curiosidad viva por los orígenes del mundo actual. De eso se trataba, de experiencias singulares, sin posibilidad alguna de extenderse a colectivas. Diría yo que una última voz de tipo singular es la de Casanova navegando por el último océano desconocido, el sexo femenino, hoy ya explorado por completo y urbanizado como "género". Todavía en las Memorias del veneciano se oye la voz del que ve y siente algo que aún no es público, aunque pronto lo será.

Al tiempo que la experiencia de estos aventureros ampliaba el tamaño del mundo físico, otros exploradores expandían el horizonte mental que un par de siglos más tarde llamaríamos "la ciencia", es decir, exploraban objetos del mundo que no sólo tienen presencia sensible, sino también sentido cósmico. Los minerales, vegetales, animales, y ese animal inconcluso que llamamos "el humano", fueron dispuestos de manera que el sentido del mundo se adaptara a las nuevas hechuras. No podemos hablar de "ampliación" del mundo porque igual de ancho es el de Hesiodo que el de Marx, a saber, tiene el diámetro de nuestro cráneo, pero sí podemos hablar de "complicación", como ese nudo del que habla Isabel Soler, o el laberinto, pues ambos reúnen más recorrido en menos espacio que el camino recto.

Valga de ejemplo García Da Orta, físico del rey de Portugal, que en 1534 se embarcaba con el almirante Martim Afonso de Sousa para una exploración de cuatro años por las colonias asiáticas. En 1563 aparecía en Goa su Coloquio de los simples, o de las drogas de la India que ahora, tras casi quinientos años, podemos volver a estudiar gracias a la espléndida edición francesa de Messinger y Ramos (Actes Sud). El grueso volumen nos introduce en la cabeza de un nuevo tipo de ciudadano más complicado, más anudado, más laberíntico que el medieval. Para poner de manifiesto su novedad, Orta escribe su tratado en forma dialogada con un oponente (Ruano) que es el producto característico de las universidades de la época, en las que la física (lo que hoy llamamos "medicina") se enseñaba como sección de la teología. Frente al medieval Ruano, el moderno Orta sólo cree en lo que ve, en lo que experimenta personalmente, lo que "por delante aparece", lo que han visto sus ojos y probado su lengua. El tratado, uno de los primeros en hablar científicamente sobre las "drogas" o "simples", o sea, sobre los principios químicos de algunos minerales, vegetales o animales capaces de actuar sobre el cuerpo humano, nos traslada del universo mágico del medievo al de la moderna farmacia. El fabuloso sonido de los términos "ámbar", "aljófar" o "mirra" resuena allí redoblado por los ecos del laberinto salomónico que es un laboratorio y no con la inmediata desnudez románica.

El giro es decisivo. Nuestra salud ya no dependerá de la posición de las estrellas, del día en que nos parieron, de que estemos bajo el influjo de un astro, un lugar o una flor, sino de los compuestos químicos que nos afectan, ordenan o disipan. Así, poco a poco, gracias a estas experiencias, fuimos dejando de ser hijos singulares de Dios, del Rey, de la Patria, o de cualquier otro Ser intangible y eterno, para comenzar a ser hijos de nuestra capacidad para modificarnos químicamente. Aquellos individuos trajeron esta masa.

En quinientos años, y aunque todavía queden restos de quimera, los delirios mágicos sólo tienen lugar como diversión televisiva o panfleto político para gente atribulada por su identidad. Los ciudadanos vivos somos ahora, lo quieran o no los conservadores, un descomunal banco de plancton autorregulado que flota y fosforece sobre la piel del globo y al que las compañías farmacéuticas abonan cada día con toneladas de drogas para mantener el tono y el pulso del bancal. Así, el cardumen navega por su laberinto interno en busca de nuevos mundos nuevos.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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