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Alá y la República Francesa

La reciente aplicación de la denominada ley del velo en Francia ha sido el resultado de un largo proceso de reflexión y de una decisión política adoptada con un consenso constituyente en Francia, un país que ha hecho de la laicidad de sus instituciones una de sus señas de identidad políticas y una garantía de convivencia entre los diferentes grupos sociales, religiosos y culturales que componen la sociedad francesa.

Dios (Yahvé, Alá, El Señor...) es desde luego una idea importantísima y trascendental, pero al mismo tiempo terriblemente equívoca e insegura, y sucede que las cosas que son a la vez importantes e inseguras son proclives a provocar emociones intensas que derivan fácilmente en violencia. Todo lo que está sucediendo en el mundo desde el 11 de Septiembre nos coloca ante la necesidad de prestar renovada atención - no ya sólo a escala estatal, sino a escala planetaria- a la nunca suficientemente ponderada cuestión de la laicidad como propósito de crear un espacio político ciudadano que sirva de mediación entre todas las pertenencias religiosas o metafísicas, culturales o étnicas.

La laicidad pretende un orden político que no sea una mera exaltación de la comunidad sobre la que se funda

El problema de la idea de laicidad en España y su poca vigencia entre nosotros es que ha sido definida desde el ateísmo. Leía en una lista de correos laica la definición de los laicos como "quienes desde el ateísmo respetamos las creencias ajenas y exigimos que nos dejen exponer las nuestras".

Creo que esta definición es una formulación de la laicidad que no permite su asunción generalizada y que dificulta el logro de la mejor virtualidad que tiene la idea laica: la de ser precisamente espacio de encuentro y de mediación política. Como tiene dicho Salvador Pániker, no se puede confundir la laicidad como estrategia política -imprescindible- con las opciones ateas o agnósticas. La laicidad convoca a todos, y no solamente a los ateos o agnósticos; no se manifiesta como una opción metafísica encubierta, sino como una fórmula política, y por lo tanto estrictamente neutral en términos metafísicos y sólo beligerante en el ámbito de lo político. Hablo de una laicidad como estrategia para la libertad, una laicidad abierta a la religiosidad personal y social, pero que pretende un orden político que no se limita a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda; una laicidad estratégica para establecer un poder público al servicio de los ciudadanos personalmente considerados y en su condición de tales, y no tanto en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa. Esta es la verdadera virtualidad de la laicidad, que no se reduce a un debate entre clericales y anticlericales.

Conforme a ese propósito laico, la tradición política francesa define el centro y fundamento de lo político no en ninguna esencia colectiva, ni en el ius sanguinis, ni en la adhesión a una fe revelada por muy verdadera que esta sea, ni, por supuesto, en la gloria de una dinastía o la hegemonía de una etnia, sino en la realización material y moral de un ideal de convivencia: libertad, igualdad, fraternidad.

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Esta formulación específica, no es sino una versión francesa de aquella cuestión con la que Rawls comienza su propio trabajo de construcción del concepto de liberalismo político: ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables ?

La laicidad que con buen criterio se defiende en Francia supone el compromiso de crear y sostener, desde la escuela, un espacio político definido por la ética y la simbólica civil, cerrando el paso a toda manipulación política de lo confesional o de lo étnico.

Javier Otaola es abogado y escritor.

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