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Sólo eran unos soldados...

En La Ilíada, epopeya con la que se inicia la tradición literaria de nuestra cultura, reviste especial importancia la narración de las honras fúnebres rendidas a dos guerreros caídos en combate. Describe primero prolijamente el funeral de Patroclo, en el que, "como solloza un padre quemando los huesos del hijo, de igual modo sollozaba Aquiles al quemar los huesos de su amigo". Cuenta más adelante cómo, al enterarse Príamo de la muerte de Héctor, pide a Aquiles que le entregue el cuerpo de su hijo, accediendo aquél conmovido por el dolor del viejo rey; y entonces, "por espacio de nueve días acarrearon abundante leña, y cuando por décima vez apuntó Eos, que trae la luz a los mortales, sacaron, con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego". Cierra Homero su poema con este verso: "Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos".

Muchos siglos después, al otro extremo del Mediterráneo pero dentro del ámbito de la misma cultura, una patria ha consentido casi muda el entierro de varias decenas de sus hijos que encontraron la muerte sirviéndola, sin haber cuidado antes de identificar con diligencia sus despojos. Los hechos son tremendos. Según el informe del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, las 30 identificaciones realizadas por el equipo médico español a los cuerpos de los 62 militares fallecidos en el accidente del Yak-42 fueron erróneas, mientras que las autoridades turcas identificaron correctamente a los 32 cadáveres de los que se hicieron cargo. Este estudio confirma lo que las familias de los militares muertos sospechaban desde hace meses: que el equipo enviado por el Ministerio de Defensa no intentó ni siquiera identificar los 30 cuerpos que las autoridades turcas les entregaron a las 2.20 de la madrugada del 28 de mayo, sino que se limitaron a distribuirlos al azar entre los féretros y a repatriarlos a España sólo 3 horas y 25 minutos después.

No me interesa comentar ahora la conducta de los políticos que adoptaron una decisión tan terrible, ni las razones -fácilmente imaginables- que les movieron. Porque cuando se produce una aberración tan enorme, la responsabilidad se extiende, más allá de los directamente implicados, a la sociedad toda que ha soportado el exceso sin haber reaccionado con la inmediata censura social. Lo que demuestra una vez más que, a fin de cuentas, cada sociedad tiene los políticos que se merece. Por consiguiente, ¿qué clase de sociedad es la española actual, que permanece impávida ante una vergüenza semejante, dándose por satisfecha con una ritual trifulca parlamentaria, sin abrumar a todos los implicados en el desafuero con todo el peso de su absoluto repudio? La respuesta es desalentadora. Buena parte de la sociedad española -salvando todo lo que haya que salvar- ha dado la medida de sí misma, por ejemplo, con su aceptación regocijada del espectáculo de miseria humana ofrecido por las televisiones el pasado verano, mostrando una y otra vez las peripecias de unos tristes personajes que van, desde la mujer que un día fue muy hermosa y arruinó luego su vida, hasta la pobre niña cuya imagen parece anunciar, con un aire de patética perplejidad, un futuro amargo. Se trata de una sociedad que, apenas sacudido el pelo de la dehesa y probado el sabor del primer dinero, parece haberse volcado en un consumismo desaforado, al tiempo que hace tabla rasa de los valores que antaño la informaron y renuncia con escarnio a todo esfuerzo y sacrificio que no conduzca, de modo inmediato, a ganar cuanto más dinero en el menor tiempo posible.

Pero no acaba ahí la cosa, porque quizá también haya quien marque distancias con lo sucedido y justifique su falta de identificación con los muertos con argumentos como el de que, a fin de cuentas, se trata del mismo Ejército que se sublevó contra la II República, con olvido de que buena parte de las Fuerzas Armadas permaneció leal al Gobierno legítimo, razón por la que se desencadenó una guerra civil, que siempre es fruto de la división del Ejército. Otros habrá que piensen que este Ejército fue, hasta no hace tanto, la columna vertebral del Estado franquista, sin valorar el hecho incontestable de que el auténtico eje axial del sistema lo constituyó la conjunción de intereses representada en unos Gobiernos de concentración en los que participó, según las circunstancias, prácticamente toda la derecha española. No faltarán quienes aleguen que este Ejército no es el suyo, argumentando que la Constitución le atribuye la defensa de la integridad territorial de España y el ordenamiento constitucional, sin tener en cuenta que sin el esfuerzo decidido de muchos militares y la disciplina estricta de casi todos, que les llevó a soportar con entereza el reiterado zarpazo terrorista, la Constitución no hubiese sido posible. Y, para terminar, es posible que algunos opinen sin decirlo que, al fin y al cabo, de soldados se trata, y los riesgos van en el sueldo. Los muertos no pertenecían, es cierto, a la élite de los negocios, a la aristocracia de los altos cuerpos de la Administración, a la intendencia de lujo de los grandes despachos ni a los círculos decisorios del cuarto poder. Qué más da, por tanto, si a las viudas no se les entregaron los cuerpos de sus maridos, a las madres los de sus hijos y a los hermanos los de sus hermanos.

Todo ello pone de relieve, además, lo poco que valora la sociedad española las misiones humanitarias en que participa su Ejército, con más de 3.000 militares y 400 guardias civiles desplegados, principalmente en los Balcanes y Afganistán. Ahora bien, pese a ser escandalosa la atonía social por lo sucedido, no debe dejar de destacarse el comportamiento innoble de algunos de los compañeros de armas de los muertos, porque es imposible que cierto número de militares no supiese con certeza lo que estaba sucediendo. No importa su graduación y el mando que ostentasen. Todos callaron como perros mudos, por utilizar el dicterio que un padre de la Iglesia utilizó contra ciertos obispos. Fueron desleales a sus compañeros y, por ello, mancillaron su honor. Sólo les queda pedir perdón, si es que tienen una brizna de coraje. Por cierto, resalta aún más su cobardía si su comportamiento se contrapone, por ejemplo, al del Ejército israelí, que irrumpió en Gaza el pasado mes de mayo para recuperar los restos de seis soldados muertos en una emboscada. En el caso de los militares españoles, ni tan siquiera tuvieron que esforzarse para recuperar los restos, sólo tenían que identificarlos. Ni esto hicieron.

Aquí podría terminar este artículo, con una última frase: ¡pobre España, que ya no acierta ni a enterrar a sus muertos con decoro! Pero hay que recuperar siempre la esperanza. Cada día comienza de nuevo la historia para los hombres y mujeres que se incorporan a ella. Y seguro que en alguno de ellos influirá el recuerdo de estos soldados que entregaron su vida en una misión de ayuda a quienes precisaban de ella. Sólo eran unos soldados, pero cumplida su misión hasta el final -observata lege plene-, fueron fieles hasta la muerte. Gracias y descansen en paz, sin turbar ya más sus restos, que estarán para siempre mezclados desde que la muerte les unió.

Juan-José López Burniol es notario.

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