"En el País Vasco estamos a punto de llegar al fin del siglo XIX"
Bernardo Atxaga, seudónimo de Joseba Irazu (Asteasu, Guipúzcoa, 1951), vive en un pueblo algo apartado de la autopista que conecta Vitoria con Pamplona. Por la ventana de su estudio entran las voces de sus hijas en el jardín. En el interior, sobre la mesa, un libro que ha traído el correo: la traducción japonesa de Obabakoak, la obra que revolucionó la literatura vasca de las últimas décadas y cuya adaptación al cine presenta estos días Montxo Armendáriz. Sobre la misma mesa, una baraja de cartas con mariposas y sus nombres en euskera. Esas mariposas -"siempre han sido un símbolo de la resurrección", recuerda Atxaga- son las mismas que salen en El hijo del acordeonista, una novela en la que el escritor regresa a Obaba para contar una historia de amor y posguerra que llega hasta la actualidad y denuncia una violencia que actúa como una bola de odio fuera de control.
"Al final se habla de paranoia y de obsesión. Incluso el declive de ese mundo está lleno de belleza para el que sepa verla"
"En el libro hay una idea general que es poética y es política"
"Cuando ves lo que es una guerra, el odio, entiendes que siempre es la historia de Caín y Abel"
PREGUNTA. Ésta es su novela más sentimental, pero contiene una advertencia radical contra los peligros del sentimentalismo aplicado a la política.
RESPUESTA. Así como a los pintores les llega una edad de hacer retratos a un escritor le llega la hora de enfrentarse a los temas universales, como el amor. Yo pensé que me había llegado el momento. En la base de la novela está la idea de una persona que ha atravesado el infierno. Y en los clásicos siempre se repite este motivo: del infierno sólo te puede rescatar el amor. Está en mil tradiciones.
P. ¿Cómo se enfrenta hoy un escritor a un tema tan trillado?
R. Los sentimientos son muy peligrosos, claro, y yo no encuentro más posibilidad para resultar creíble que crear una distancia irónica. Como cuando el personaje dice: "La despedida fue muy triste, en la línea de las canciones del top ten". La cuestión es que la distancia no destruya la historia de amor. Si en un poema dices: "Te quiero, te quiero, etcétera, etcétera", el etcétera resta, pero también suma, porque no estamos en el siglo I sino en el XXI, y para ser tomado en serio y no caer en la salsa retórica quizá la única forma sea decir etcétera.
P. ¿Y la parte política?
R. En el libro hay una vía hacia la intimidad que es la más gozosa. Luego hay otra hacia fuera, política, que trata de responder a la pregunta: ¿qué ha ocurrido? Ahí hay una idea general que es poética y es política: hubo un mundo que acarreó unos sentimientos políticos y una práctica política por esos sentimientos, y ese mundo, queridos amigos, ha muerto. Ese mundo nunca-más-volverá. Hemos cambiado de planeta. El problema es cómo plasmar eso en la ficción.
P. ¿Cómo?
R. Hay una reflexión de Valéry que me parece fundamental: las ideas y los sentimientos deben estar en la ficción como la sustancia nutritiva en la fruta. Por eso en la novela no hay tesis, hay una idea poética.
P. ¿Y de qué forma se convierte en narración?
R. De formas en las que tal vez muchos lectores ni siquiera repararán. Por ejemplo, con elementos como el escondrijo que hay en una casa, que viene de las guerras del siglo XIX, luego sirve para esconder a los perseguidos durante la Guerra Civil y, finalmente, tiene otra función, que es la de recluir a los secuestrados. Y hasta el nombre cambia.
P. Pasa a llamarse zulo.
R. Sí. Hay un final de esa evolución sutil que en algunos casos se expresa por la diáspora y en otros por un enfrentamiento frontal a lo que uno ha sido. Es el caso del personaje de Joseba, que no sólo está en otro lugar, sino que está en contra de todo lo que ha hecho y se siente avergonzado.
P. Ese cambio de planeta del que hablaba, ¿usted cómo lo vive?, ¿le parece algo negativo, positivo, algo contra lo que no se puede hacer nada?
R. La metáfora que se repite eternamente es que el suelo va desapareciendo de debajo de nuestros pies. Uno vive en una ilusión de la infancia, la del extremo afecto, y hay una caída. Otros viven en la ilusión religiosa del cielo, otros... Políticamente también ha sido así. Hay una caída.
P. ¿Y desde dónde se ha caído en el País Vasco?
R. Nosotros estamos ahora mismo a punto de llegar al fin del siglo XIX. Ésta es la idea que yo tengo. En el siglo XIX hay una explosión ideológica, de la que no nos damos cuenta, que fue el romanticismo, una ideología que arrasó. Todavía nosotros, incluso sin ser conscientes de ello, somos románticos, por ejemplo, con respecto a la percepción del paisaje. Pero, claro, políticamente era una ideología extremadamente peligrosa.
P. ¿Por qué?
R. Porque hablaba, fundamentalmente, de cosas que no están en este mundo. Si el lugar en el que tú colocas tu palanca para mover la realidad no es de este mundo, si tú me dices, por ejemplo, como los fundamentalistas religiosos, que ese punto es Dios, como yo no puedo alcanzar ese lugar, como nadie puede señalar "aquí está", entonces estoy completamente a merced de fuerzas completamente irracionales. Y lo mismo cuando se habla de una esencia, que es de lo que hablaba el romanticismo. Sobre todo cuando se habla de esas esencias con respecto a una sociedad, cuando se dice, por ejemplo, eso de que los latinos eran aquí una civilización de paso.
P. Se repite mucho.
R. Sí, me llama la atención el predicamento que tiene. Esto se formuló con resultados artísticos muy buenos, pero ideológicos y políticos nefastos. Es lo que hizo Oteiza cuando daba un salto de siete mil años y decía: "¿El alma latina? Ha sido una especie de contaminación. Nosotros jamás fuimos así. Hay que volver a..." vete a saber, a los crómlechs. Y habla de lo que es precristiano, prelatino. Claro, si tú colocas el centro de toda tu legitimidad política en un lugar que está más allá de toda comprobación... De toda comprobación y de toda realidad. Porque este pueblo se llama Zalduondo. ¿Y qué quiere decir Zalduondo? Saltus ondo, lo que está al lado del Saltus, esas montañas, eso era el Saltus. A eso me refiero, aquí está lo romano, aquí está lo latino. Y en vez de asumir esa historia, se coloca fuera.
P. ¿Usted ha querido integrarla en la novela?
R. En el libro creo que eso está dicho de mil maneras, salvo de esta que ahora mismo estoy expresando, porque, insisto, creo que la ficción ha de ser rigurosa con la idea de Valéry de la sustancia nutritiva. Yo no hago ficción para ir colocando tesis. Ahí está el personaje de Joseba. ¿Y qué ha pasado aquí con muchos lectores vascos? Que para mucha gente las cien páginas finales son muy difíciles de asumir. Hay quien considera que la novela está acabada cien páginas antes de acabar.
P. ¿Cómo se enfrenta un escritor de ficción a eso que usted llama la caída?
R. Vivir esa caída en primera línea le ha dado a nuestra escritura una necesidad enorme, más allá del entretenimiento, que a mí me parece muy bien, pero aquí no ha sido tan fácil porque en la caída caen muchas cosas, el suelo y el tejado. Pessoa decía que cuando se pierde una fe se pierden todas, y sabía muy bien lo que decía. Eso ha pasado con el marxismo y con muchas cosas. De tal forma que yo lo veo en términos de pérdida, de caída, ya digo, pero también en términos de una dulce fatalidad. O sea, esto es vivir, majo, así es que lo tomas o lo dejas. No hay lugar a ninguna queja ni a ninguna protesta. Ante esto, la peor actitud sería, por una parte, cerrar los ojos y no aceptarlo. Y la vida diría: ya lo aceptarás. Por otra parte está la actitud de los que en cuanto dejan un paraíso encuentran otro. Son los conversos. Hasta ayer eran marxistas redomados y hoy son redomados liberales. Dejan una ilusión y pasan a otro, como los niños en los parques infantiles. Yo prefiero la dulce fatalidad.
P. ¿Por qué dulce?
R. Porque la vida, incluso en las caídas, está llena de belleza. Yo he visto el declive completo del mundo rural. No hay que ver ese mundo como lo ven los inspectores de Hacienda -contribución urbana, contribución rural-. Hay que entender que aquel mundo de Obaba no se diferenciaba mucho del de Virgilio, era un mundo antiguo, un mundo en el que la gente se sorprende cuando oyen por primera vez la palabra "autonomía" o "cultura popular", un mundo sin Freud. Al final del libro sí se habla de paranoia y de obsesión. Incluso el declive de ese mundo está lleno de belleza para el que sepa verla. Yo no tenía esta tranquilidad hace veinte años. Ahora sí la tengo.
P. ¿Tiene algo que ver con el hecho de ser padre? La relación entre padres e hijos está muy presente en la novela.
R. Tiene que ver. Y no sólo en mi caso. Es una experiencia general. La idea del paraíso siempre va ligada a un nuevo comienzo. Si tú puedes empezar de nuevo, estás otra vez en el paraíso. Cuando llega el día en que una persona tiene dos niñas eso supone un nuevo comienzo. Pavese decía que tener un hijo es aceptar la vida, aunque aceptación puede tener un eco...
P. ¿De resignación?
R. Sí, y no tiene por qué ser así. Y un eco burgués. Pero no es eso. Ahora me interesa encontrar la exactitud de las cosas, tener la fuerza moral de aceptarlas, no mirar a otro lado, no inventarte un cuento. Los nacimientos y las muertes, si eres capaz de aguantar la presión, te llevan al lugar de la exactitud de las cosas. A ese nivel ya no vale la teoría. Y te das cuenta de que también hay una retórica de la no aceptación popularizada por músicos que ganan mil millones al año y hablan de revolución.
P. Su novela surge como la memoria que el narrador quiere dejar a sus hijas. ¿Cómo se concilia la fidelidad de la memoria con la ficción, que siempre embellece la verdad?
R. Pues avisando de que, efectivamente, lo que vemos en los libros es siempre un mundo más grato que el que encontramos fuera. La única forma de hablar de la memoria es hacerlo en minúscula.
P. A veces esa memoria particular contradice la retórica oficial. También en Obaba había fascistas durante la Guerra Civil, empezando por el padre del protagonista. No todos vinieron de fuera.
R. El espacio de la ficción es privilegiado porque entra en la realidad a partir de los detalles, de lo estrictamente particular. La gran ventaja es que siguiendo sencillamente el rastro de los detalles, sin querer, habla de la verdad. No digo de toda la verdad, ni de la verdad como algo cosificado, sino de lo verdadero. Y lo verdadero entra por los detalles. Cuando empecé a escribir este libro mi idea era no pensar que la poesía está en otro lugar que en la misma realidad, en la realidad precisa. Es la poética de la exactitud. La poesía es la exactitud.
P. ¿Y cómo se asegura esa exactitud en una novela?
R. Yendo a ras de biografías que conozco no ya bien, sino muy muy bien. Nada de lo que hay en el libro es ajeno a lo que yo he visto, he vivido, he oído. Así, toda la gente que quiere que la realidad sea como dicen la retórica política y esas ideas que se recogen como en el supermercado para luego utilizarlas en la calle y hacer la fiesta de turno, esa gente, cuando ve algo que ha ido por los detalles, pues ven que la realidad no se parece en nada a lo que ellos compran en el supermercado para armar la traca. Por ejemplo, la Guerra Civil. Lo que fue verdadero es esto, aquí, en Extremadura y en todas partes. Cuando ves lo que es una guerra, la agresión, el odio, entiendes que siempre es la historia de Caín y Abel, la historia eterna. La historia de los buenos y de los malos pertenece al ajedrez: piezas blancas contra piezas negras. Lo que ocurre de verdad es que en las situaciones en las que alguien puede odiar, lo hace, y generalmente con el cercano. He tenido muchísimos documentos en la mano.
P. ¿Los ha usado?
R. Bueno, esa carta del faccioso, que en la novela escribe desde el frente del Jarama, existe. Y en vasco todavía tenía más sentido porque te asombra lo bien que escribe. No solamente era un vasco, sino un vasco cultivado que era capaz de escribir con la ortografía sabiniana. La historia de los buenos y los malos funciona de maravilla retóricamente, de hecho es lo que más funciona, pero sólo es la mediocre pasta de la que están hechas las acciones políticas en estos días. Pero la literatura no puede caer en eso.
P. Usted utiliza al final del libro la imagen de la bola de odio para referirse a la violencia. El personaje de Joseba dice que la bola ha quedado sin control. ¿En qué momento quedó sin control?
R. Es una historia que se repite. En principio, la violencia repugna a cualquier persona medianamente civilizada. La civilización comienza cuando un homínido decide que aquel que acaba de morir no es un animal cualquiera y lo entierra. Ahí comienza el acto fundacional de la civilización, con el enterramiento. Cuando alguien da el paso hacia la violencia necesita una cobertura ideológica muy fuerte. Necesita cubrir de alguna forma ese salto que va a dar. Por una acción violenta hay 30 días de reflexión y de discusión. Eso poco a poco se va dando la vuelta y al final, por 30 acciones violentas hay un día de reflexión, y al final ni siquiera eso. La violencia queda sin control y sin lógica. Por eso es tan difícil la solución, y por eso los políticos, a los que tanto criticamos, tienen una labor terrible. Están jugando con conductas que no tienen sustento ideológico. Quiero decir, si tú estás trabajando en una mina de Bolivia y tienes que hacer una huelga e incluso actuar violentamente con el patrón, hay una especie de causa que podemos señalar, y el día que desaparezca esa causa todo volverá a quedar en paz. Pero aquí no existe algo así, tan sólido, sino que las razones están fuera de toda comprobación. El resultado es una bola loca que se convierte en un asteroide. Y puede caer aquí o en Murcia.
P. ¿En qué momento estamos?
R. En lo que se refiere al País Vasco, creo que la bola está prácticamente parada. Tenía que haberse parado hace bastantes años incluso en su propia locura, pero creo que está a punto de parar.
P. ¿Cuál es el ambiente aquí?
R. Todo lo que es bueno para la poesía, para pensar, para escribir, para estar mejor asentado en la realidad es duro para vivir. Y no sólo por cómo hemos vivido aquí, sino también por cómo hemos sido mirados fuera. Ahora hay más tranquilidad. Yo me he visto en situaciones curiosas: firmar con otros escritores en lengua vasca un manifiesto en contra de la violencia de ETA y contra la violencia callejera, y ser por eso amonestados por ETA diciendo: "Vosotros a vuestros zapatos. No os metáis en lo que no sabéis ni os importa". Y al mismo tiempo, que alrededor de ese manifiesto hubiera una omerta: ninguna referencia en ningún medio de comunicación. Y al mismo tiempo, desde algunos ámbitos intelectuales, un señalamiento diciendo: "Hay que ver que ustedes no dicen nada". Es una situación interesante intelectualmente, pero vitalmente es un círculo siniestro. Independientemente de que el que te señala en su vida no ha pasado por una situación ni siquiera delicada.
P. Una cosa que sorprende es que en su novela no se nombra directamente a ETA.
R. Cuando se ponen todos los detalles se cae en el costumbrismo o en el naturalismo, en considerar que la realidad es la realidad apariencial, cosa que es falsa. O sea, se mezcla lo necesario con lo innecesario. A la entrada de mi pueblo natal hay una escultura muy bonita. A cien metros ves a un hombre y a una mujer. Me gusta, vale para los lapones, para cualquiera. Cuando te acercas ves que cada uno tiene en la mano una laya, esa herramienta para levantar la tierra. Ese detalle convierte la escultura en anecdótica y costumbrista. El detalle la lleva a un terreno trivial. Lo sustantivo es una organización que practica la violencia contra personas, contra casas... ¿Por qué no cito el nombre de esa organización? Porque aquí es innecesario, todo el mundo sabe a qué me refiero.
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