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Columna
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El morlaco

Es comprensible que los atletas y los futbolistas de lo que se da en llamar España no consigan los resultados esperados en las competiciones internacionales. ¿Cómo lograr el éxito, si parece ser que el símbolo del deporte español -o de la furia española, jesús, maría eta josé- es un morlaco? En principio, a un toro se le torea y se le da muerte. No me extraña nada que los deportistas -ante la perspectiva inconsciente de correr locamente hacia el trapo, recibir las banderilllas y encajar una espada con descabello final de gracia- no tengan nada claro que un toro les simbolice, y mucho menos que les lleve al triunfo.

Si es verdad que el toro aglutina a alguien, lo cual dudo, tampoco es cuestión de exagerar: ¿por qué identificarse con un animal que anima a los rivales a torear, a utilizar la inteligencia contra la fuerza bruta, a sospechar que el otro, de alguna forma, está en inferioridad de condiciones? Si el símbolo fuese una vaca, por lo menos habría en él una esperanza de vida, el proyecto de un futuro mejor, repleto de leche y correrías por el campo. Pero no: el toro sale a la arena a morir cruelmente bajo el sol ante su contrincante. Se desvanece ese horizonte libertario de la vaca, proscrita de símbolos, bella y orgullosa.

Entre el toro y la vaca, nos vemos escogidos por el toro sin poder hacer nada por remediarlo: un astado se abalanza hacia nosotros en un sueño del inconsciente colectivo, que diría Jung. Tal vez el toro que muere brutalmente en un espectáculo de connotaciones sádicas no debería servir como símbolo deportivo, y mucho menos intentar aunar un sentimiento de ánimo. Miren a la vaca, todavía sigue ahí, firme como un roble, pastando tiernos tréboles mientras todo se desarrolla.

El toro de lidia, seguramente, envidia a la vaca. Una vida plácida retozando en el campo con su novia, truncada por una entrada de sol y sombra. Las tardes panza arriba y cuernisuelto bajo el sol, el zumbido de las abejas. Puede que todo pase por su mente de azabache en esos momentos, cuando el torero hunde el hierro y le cae el primer vómito de sangre por la boca: ¿se acordará de aquella vaca que vio de lejos?

Entre tanto, en algún estadio, vibra la bandera con el toro, ondeado por encantadoras chavalas, y alguien experimenta una pequeña crisis de identidad, y se pregunta: ¿soy yo el toro, o el torero? ¡Gran interrogante que desborda todas las expectativas en materia filosófica, algo así como la chispa del logos cósmico! La propuesta es, una vez más: ¿por qué no una vaca? Miren que ella sigue todavía ahí, recortada en el cielo, pastando, y no se enamora de la luna. Es una opción.

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