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Columna
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¿Democrático Benicàssim?

Ha sido un verano caluroso, pero, sobre todo, algo accidentado para los veraneantes de Benicàssim; aunque, eso sí, lleno de revelaciones. Para empezar, ya antes de la llegada de los fibbers, Colomer, el alcalde medio poeta, íntegro y culto (demasiado íntegro y demasiado culto para lo que se espera de un alcalde de un municipio costero) fue aparcado, en moción de censura, varias veces intentada por sus oponentes. Naturalmente todo fue muy democrático, tal como insisten éstos cada vez que se les pregunta en la televisión de Castellón (una televisión de tal altura intelectual que a su lado Valencia TeVe parece la sección internacional de la BBC). Y, lógicamente, tras el triunfo de la moción, lo primero que se anuncia por el equipo gobernante es la construcción de un puerto deportivo en el único lugar del municipio que todavía forma parte del paisaje reconocible del viejo Benicàssim que inventara Pilar Coloma.

Un puerto deportivo democrático, por supuesto, porque ahora todos podremos tener, además de un apartamento, un amarre; más que nada para especular cuando los vecinos del cercano municipio del norte, que son más pudientes, deseen aparcar su barco fuera del dominio de sus impolutas playas. Cierto es que, como contrapartida, la playa del Voramar y de la Almadraba se convertirán en un auténtico vertedero, y cuando miremos hacia el norte ya sólo veremos cemento y complejos de ocio, en lugar de rocas y pinos como ahora; pero ¿qué importa?, piensan muchos, algo nos tocará. Cuando el dinero corre todo el mundo está contento. Al fin y al cabo ¿no es ésta la base esencial de nuestro modelo de desarrollo turístico?, ¿nuestra histórica aportación a la fachada mediterránea? Mientras la ocupación hotelera baja, la gente comienza a hartarse de tanto muro de cemento a pie de mar, y destinos alternativos, como Croacia, se conviertan cada vez más en objetivo turístico deseado (rememorando los viejos tiempos en los que nuestra costa era un magnífico paisaje, lleno de pinadas y playas naturales), a ellos nada de esto les inquieta.

Pero nada debiera sorprendernos. En el fondo, el caso del puerto deportivo de Benicàssim no es más que otro de los lamentables episodios segregado por las vísceras enfermas de esta seudodemocracia que hemos construido entre todos; una democracia en la que decisiones que afectan al interés público se toman por unos munícipes que representan los intereses más directos y privados de la población local. Legítimos representantes, sí, pero ilegítimos intereses también, porque lo que está en juego es algo más que la calificación de unos terrenos en la costa y un pretendido desarrollo turístico más falso que un euro de medio dólar; está en juego la imagen, la historia y la propia esencia de un destino turístico histórico, malbaratado ahora por quienes creen que el dinero, a la postre, lo es todo. ¿Pero qué puñetas hace la Asociación de Veraneantes y Residentes de Benicàssim en este asunto? Siempre creímos que ésta se creó para salvaguardar la calidad de vida de los que viven aquí todo el año y que su interés era cualquier cosa menos promover la proliferación del cemento y la muerte del paisaje.

Lo confieso: estoy de esta fraudulenta democracia hasta el gorro (y no es sólo por la alteración anímica provocada por el sofocante calor). Piensen, si no, por un momento: una democracia en la que la única forma de garantizar el objetivo público de las televisiones públicas es sacarlas fuera del control del partido gobernante de turno; la única forma de asegurarse la limpieza en las contrataciones públicas es evitar su adjudicación por los gobiernos que las promueven, en la que la única forma de tener una justicia independiente es que los órganos judiciales no estén politizados; en la que el único modo de evitar que nos roben es llenar nuestras casas de alarmas, perros y alambradas (sin esperar ayuda del político de turno), en la que la única forma de conservar el patrimonio cultural y natural de nuestros municipios costeros es alejar las decisiones urbanísticas de los políticos municipales y de sus legítimos representados (casi todos ellos propietarios de terrenos); en definitiva, una democracia en la que la única forma de garantizar la bondad y limpieza de la política, es, precisamente, evitar que los políticos tomen decisiones, es una democracia en la que algo sustancial está fallando.

Entonces usted se preguntará, como yo lo hago, ¿para qué sirven los políticos y la democracia que les da sustento? Sí, ya sé, se trata de una pregunta inquietante, cuesta un enorme esfuerzo siquiera planteársela, y, desde luego, produce un cierto vértigo al vacío, sobre todo para los que todavía creen en ella; pero quizá ha llegado ya el momento de hacérsela en voz alta; puede ser ya la única forma de salir de este enorme agujero negro en el que hemos caído hace tiempo y afrontar la cruda verdad de una vez por todas. Eso, o volver a la vietnamita y el spray, como en los viejos tiempos, que nunca se sabe.

En cualquier caso, que no cunda el pánico, ni se alarmen los grandes pensadores de la cosa: verán como, a la postre, tras la reflexión, la alternativa no será acabar con la democracia, sino más bien volver, de una bendita vez, a recuperar su verdadera esencia. Ésa que nos permite vivir en paz, libres y en armonía con la gente, el territorio y el medio en el que habitamos, y que es capaz de promulgar leyes para que la mayoría no pueda imponer al resto decisiones ilegítimas, por muy democráticas que éstas puedan parecer. ¿Desde cuándo una estupidez, decidida por millones de votos, dejó de ser una estupidez?

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Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universitat de València

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