La medalla normal
Ni aprecio ni desprecio olímpicamente los Juegos. Los vivo a una cierta distancia, no sólo física, y más que la limpieza del trote que una amazona le impone a su caballo, o el sudor en forma de zeppelín que empapa las camisetas en el último esfuerzo de la meta, me llaman la atención los motivos. Leí el otro día en un libro erudito recién aparecido en inglés sobre la trayectoria de los Juegos Olímpicos la historia de ese atleta norteamericano (James Thorpe) que en las competiciones de 1912, celebradas en Estocolmo, alcanzó un record incomparable: quedar número uno en las pruebas del pentatlón y el decatlón. El entusiasmo fue general y apoteósico; el rey de Suecia hizo esculpir adrede un busto del ganador, que le entregó personalmente como regalo de despedida.
Al cabo de pocos meses, sin embargo, se descubrió que este héroe olímpico había jugado en su país unos partidos de fútbol americano cobrando una pequeña cantidad, y estalló el escándalo: violación de la estricta ley del amateurismo impuesta por el Comité Olímpico Internacional (COI). Al gran corredor se le retiraron las dos medallas de oro, su nombre fue borrado de los anales, y el rey de Suecia pidió la devolución de la escultura. Presidía entonces el Comité el Barón de Coubertin, verdadero refundador de los modernos Juegos, aunque se sabe que fue Avery Brundage el principal instigador de ese severo castigo.
Recordamos el nombre de Brundage por varias razones. Acabó siendo muchos años después (entre 1952 y 1972) presidente del COI, defendió siempre a ultranza el carácter amateur de los participantes (él, que era millonario), se negó a boicotear los Juegos de 1936 en la Alemania nazi, y sus modos autoritarios le ganaron el apodo de Slavery Bondage, un gracioso juego de palabras con su nombre y los términos slavery (esclavitud) y bondage (encadenamiento). Hay sin embargo otro dato importante y menos conocido: Brundage había competido en 1912 en Estocolmo en las pruebas de decatlón y pentatlón, quedando en puestos muy inferiores.
En la antigua Grecia los Juegos tenían un estatuto heroico y religioso, aunque no hace falta creer la leyenda de que su fundación se debe al mismísimo Hércules. El tiempo se medía según los intervalos de las Olimpiadas, y los participantes sólo se representaban a sí mismos ante la gloria; aún no existían los sponsors, las primas, el anuncio publicitario recomendando meter tus ahorros en el banco con la misma diligencia con que se encesta la pelota. Ni tampoco existía el COI. Pedir en esta época de extrema comercialización del deporte que los atletas olímpicos sean practicantes del 'arte por el arte' de participar es un bonito sueño desproporcionado; una forma arcaica de mitificación. Si las ideas extremas de Slavery Bondage siguiesen vigentes, Zidane, aparte de marcar goles, sería un representante de marcas, y Phelps un puro semi-dios del Olimpo. Demasiada carga sobre los hombros de un ser humano.
Prefiero pensar que la medalla ganada también le permite al ganador vivir de sus duros esfuerzos. Del mismo modo que, sin desmerecer las hermosas odas triunfales de Píndaro a los gimnastas de la Grecia antigua, me resultan más próximos, más llevaderos, los versos de Juan Antonio González Iglesias, uno de los poetas españoles jóvenes que mejor ha escrito sobre la dimensión trascendental de un hermoso cuerpo de atleta. Su poema titulado Selección española de gimnasia acaba, después de citar los nombres de pila de algunos gimnastas reconocibles, de la siguiente forma: "En el vestuario cuentan su vida cotidiana./Entonces nos asalta cierta melancolía./Afirman que quisieran ser normales. Que tocan/música en un garaje. Que ven cine. Que estudian./Uno se ha tatuado un diablillo en el vientre".
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