La aventura de la cordialidad
José Luis Rodríguez Zapatero estaba físicamente diseñado para ser un joven abanderado de cualquier congregación mariana, cosa que suele suceder cuando te educan en el colegio Las Discípulas de Jesús y la vida te regala más de un metro ochenta de estatura, un carácter sin aristas y unos ojos azules como el manto de la Purísima, pero este destino inexorable hacia el tocino de cielo quedó neutralizado por un anticuerpo socialista de raíz familiar. Al llegar al uso de razón, el niño Zapatero se encontró con que la foto de su abuelo, el célebre capitán Lozano, que fue fusilado por los franquistas en León por ser leal a la República, estaba enmarcada en el aparador junto a algunas bandejas de plata, y esa imagen amarilla terminó por hacerse alimento en las conversaciones de sobremesa. Con la papilla se transmite el meollo de la fe. A tan tierna edad, lo que uno oye mientras come, llega al estómago en forma de ideología.
De momento ya no nos riñe nadie desde La Moncloa. Ésa es una primera conquista, pero el olfato de Zapatero está todavía en el aire y por él será juzgado
Probablemente Zapatero se despierta cada mañana, se restriega los ojos, mira a su mujer y le pregunta: "¿Sigue siendo verdad todo esto? ¿Seguro que no nos han echado todavía?"
A aquel estudiante de derecho, que de milagro se libró también de tocar la pandereta en la tuna, al sonreír ya se le iba la boca hasta la mitad de las mejillas y allí la detenían esos hoyuelos que tanto gustan a las novias con el instinto maternal muy desarrollado. José Luis enamoró a su mujer, Sonsoles, en la manifestación contra el golpe de Tejero, el 24 de febrero de 1981. Y ya no hubo más historias. Ahora es un político que cuando camina de forma oficial, incluso de espaldas, parece un hombre tímido: lo hace con los brazos envarados a lo largo del cuerpo, las manos semicerradas formando un puño blando, que si bien no sirve para dar un golpe autoritario en la mesa del despacho, puede transformarse fácilmente en una garra, aunque es difícil imaginar quién podría ser la presa. El presidente Rodríguez Zapatero no consigue imprimir a los ojos claros, que siempre suelen ser fríos, una mirada helada por el desdén o la ira, y tampoco infunde temor si sus cejas se le disparan hacia arriba adoptando un aire luciferino. Cuando se cabrea, es como si jugara a estar enfadado, pero esta sensación puede ser engañosa porque se trata de un político que le ha quitado a la derecha la longaniza de la boca sin despeinarse. Puede que Zapatero esconda un peligro cierto y no codificado: sabe que cuando se juega al póquer o la ruleta por primera vez siempre se gana, y con esa idea se mete en los charcos.
Un hombre duro
Lo conocí, tal vez, el día más bajo de su carrera política. En un chalé de Aravaca se había organizado una cena informal con algunos amigos, gente de la cultura y del espectáculo. Esa misma mañana acababa de recibir dos severas puñaladas por la espalda a cargo de un par de tránsfugas socialistas de la Asamblea de Madrid, que dieron el poder de la comunidad al Partido Popular. Lejos de anular la reunión, en aquel jardín, donde los invitados se preparaban para velar a un cadáver político, se presentó Zapatero a la hora convenida muy relajado, sonriendo como si nada hubiera pasado. Después de recibir toda clase de condolencias, soportó impasible a lo largo de la noche las sugerencias más dispares por parte de unos artistas que se creían expertos en comunicación de masas. Uno le recomendaba que se depilara el ángulo de las cejas; otro, que extendiera los codos y liberara los brazos en los mítines; otro, que no golpeara las frases y respirara en la coma alta; otro, que abandonara la cortesía parlamentaria y buscara el hígado del adversario. Como si se tratara de un modelo para armar, cada uno iba encajando las piezas del muñeco, según el prospecto del candidato ideal. Nadie se atrevió a decirle que olvidara a Felipe González. Él miraba a unos y a otros en silencio con una expresión ambigua, bajando a veces el tenedor hacia el plato combinado que mantenía en las rodillas. Era evidente que Zapatero valoraba mucho a aquellos artistas, pero dejó muy claro que no estaba dispuesto a seguir ninguno de sus consejos. En aquella noche triste le vi comer el rosbif con apetito, y después de dar cuenta de unos pasteles dijo: "Voy a ganar las elecciones". A partir de aquella velada lo consideré un hombre duro, no a la manera española, sino a la escandinava, como uno de esos tipos armados hasta los dientes con una amable sonrisa que acaban por ponerte nervioso y al final no tienes más remedio que ceder para que dejen de sonreír.
Hasta ahora, lo mejor de Zapatero es haber descabalgado a José María Aznar, que ya no nos meterá en el ojo el palo de su bandera de linier. Lo peor es la sensación de haber entrado en el Gobierno como un okupa, el mismo síndrome que también trabó la mente de Felipe González. En el inconsciente de la izquierda española está grabada a fuego la creencia de que en este país el poder es una finca de exclusiva propiedad de la derecha. Felipe González llegó a La Moncloa con un aparente desparpajo andaluz, bajo el cual se escondía un respeto reverencial a las sagradas escrituras de la oligarquía: cualquier ley que promulgaba su Gobierno siempre iba envuelta con el temor a que los dueños del cortijo se enfadaran y dieran por terminada la broma. Probablemente Zapatero se despierta cada mañana, se restriega los ojos, mira a su mujer y también le pregunta: "¿Sigue siendo verdad todo esto? ¿Seguro que no nos han echado todavía? ¿Hasta cuándo permitirán que juegue a ser presidente del Gobierno?".
La punta del ala
En cuanto llegó al poder, Zapatero dejó que el ángel de izquierdas que lleva dentro mostrara la punta del ala: mandó que regresaran las tropas de Irak y paralizó la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza, dando un revés a Bush y a los curas al mismo tiempo, pero sintiéndose turbado por la culpa, se fue con una prisa inusitada a Roma para que le riñera el Papa y después corrió a abrazar al apóstol Santiago y permitió que el arzobispo le plantara cara en medio de la catedral. Destituyó a la cúpula militar, impulsó la Ley de Violencia de Género y, para compensar, ha aplazado la Ley del Aborto y ha permitido que sus ministras se disfracen en la puerta de La Moncloa con modelos de alta costura y se repantinguen sobre pieles salvajes, dejando la imagen de su política en manos de diseñadores y peleteros. Esos bandazos sólo indican que Zapatero no se ha librado aún del síndrome de okupa. Cuando no se está seguro del terreno que se pisa, uno empieza tratando de agradar a todo el mundo y acaba dejándose fusilar metafóricamente sin protesta alguna para no cabrear al jefe del pelotón.
Decía el presocrático Jenófanes que para descubrir a un sabio se requiere previamente ser sabio. Del mismo modo, la cualidad esencial de un político consiste en tener olfato para discernir entre las gentes que te rodean quién es el inteligente, el mediocre, el honesto o el traidor. El presidente Zapatero ha emprendido la apasionante aventura de la cordialidad política, que fue el sueño revolucionario de aquellos estetas de la República: enterrar para siempre la quijada de burro con una sonrisa. De momento ya no nos riñe nadie desde La Moncloa. Ésa es una primera conquista, pero el olfato de Zapatero está todavía en el aire y por él será juzgado.
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