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Columna
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Espíritu olímpico

Mientras se iba preparando la compleja parafernalia de Atenas 2004, desde los poderes públicos hasta los patrocinadores privados, todos volvían a recordarnos el fenómeno olímpico y los valores humanos y morales que comporta. El espíritu olímpico desencadena, cada cuatro años, un intenso bombardeo sobre nuestras conciencias, un bombardeo de fundamentos éticos y modelos de conducta: el juego limpio, la constancia en el esfuerzo, la superación personal. Se alza, sobre nuestra miseria cotidiana, una Biblia laica de ordenanzas y mandamientos. Realmente acabamos convencidos de que en nuestra vida diaria hay muy poco de olímpico, y que bien haríamos en intentar emular a esa buena gente, los deportistas, que reúnen de consuno las virtudes de abnegados monjes medievales y de no menos medievales y andantes caballeros.

Debe de ser muy duro aplicarse a uno mismo el principio de que hay que ganar en buena lid: lo que se impone es ganar

Pero al final resulta que el movimiento olímpico es una de las mitografías contemporáneas donde mayor distancia existe entre la realidad y la propaganda, donde las contradicciones asoman con más embarazosa intensidad. Mientras se multiplican las prédicas, mientras se nos alecciona moralmente, los que viven en el olimpismo (y todavía más los que viven a su costa) se revelan en un notorio porcentaje como una caterva de auténticos canallas. Durante los últimos cinco años, el Comité Olímpico Internacional ha expulsado o suspendido a más de una decena de sus miembros. Ese privilegiado club de usuarios de hoteles internacionales reúne a bastantes individuos de conducta privada poco ejemplar o que, ya apoltronados en la organización olímpica, ofertan su voto en el comité a cambio de las más diversas gabelas. La elección de las sedes de los juegos (el caso de Salt Lake City, en una reciente edición de los Juegos de Invierno, constituyó un verdadero escándalo) es un buen motivo para que las ciudades candidatas y los integrantes del órgano decisorio lleguen a acuerdos rentables para ambas las partes.

Los miembros del COI (cuyo sistema de elección, por mera cooptación, resulta ya en sí mismo una vergüenza) demuestran en ocasiones una irrefrenable querencia por la pasta, pero los deportivos participantes en los juegos no ofrecen conductas más edificantes. Son innumerables los casos de dopaje aireados durante las últimas semanas y varios los medallistas desprovistos a posteriori de medalla. Debe de ser muy duro aplicarse a uno mismo el principio de que hay que ganar en buena lid: lo que se impone es ganar, ganar como sea. Luego a ver si hay suerte en los análisis de sangre o de orina.

Los Juegos de Atenas se desarrollan con tribunas repletas de altos ejecutivos del deporte, y no sabemos cuáles de ellos son verdaderamente olímpicos. Mientras tanto, las pistas de atletismo, las barras de ejercicio, los polideportivos, se pueblan de cuerpos antinaturales y deformes: lanzadoras andróginas, luchadores mastodónticos, gimnastas artificialmente impúberes, corredores de sangre envenenada que vomitan al llegar a la meta. El espíritu olímpico, "que está en todos", según miente un anuncio, nos impone nobles comportamientos éticos, mientras sus gestores se forran impunemente y sus practicantes se drogan a la carta. En un mundo donde el deporte se ha convertido en el único paradigma ético posible (nadie se atreva, por favor, a aludir a una religión o a una ideología como modelo de conducta) nada de todo esto, asombrosamente, mueve a escándalo.

La retórica moral del mundo deportivo no tiene contrapunto. Los dirigentes se venden por un plato de lentejas y los deportistas acompañan las lentejas con toda clase de sustancias prohibidas. Pero el discurso oficial aún tiene la insolencia de propugnar un modelo de conducta. Creo que los verdaderos olímpicos son otros: los que se limitan a ganarse la vida día a día y que nada tienen que aprender de toda esa pandilla. Su sudor diario, y sin anabolizantes, sí que resulta olímpico.

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