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Columna
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Impresiones

Hace unos días, V. S. Naipaul, tan amigo de las declaraciones polémicas, anunciaba la muerte de la literatura. No se conformaba con la muerte de la novela, anuncio recurrente desde hace décadas, sino que extendía el acta de defunción a la literatura en pleno. Aducía -creo que de forma muy discutible- que era errónea su convicción de que hubiera existido siempre y que siglos enteros de la Edad Media habían vivido sin literatura tan ricamente. Si antes ocurrió, se preguntaba por qué no podría volver a ocurrir ahora, y ponía como ejemplo Francia, país en el que la literatura se hallaría en fase de extinción sin que pasara absolutamente nada. Curioso este retorno medieval que se nos anuncia desde diversos frentes. Es como si la Edad Media supusiera una especie de grado cero de lo humano, un nicho de resistencia al que recurrir en periodos de incertidumbre: en lo peor, siempre nos quedarán los años oscuros, en los que también se vivía y, al parecer -idealicemos, idealicemos-, de forma menos traumática.

Los datos, sin embargo, parecen contradecir a Naipaul, y digo que parecen porque un punto de razón si se lo concedo. Los datos son apabullantes, y válidos también para Francia, donde no creo que estén muy de acuerdo con las consideraciones de Naipaul. Nunca se publicaron tantos libros, y si nos ceñimos al terreno que nos ocupa, nunca se publicó tanta literatura. De las cifras, podemos concluir que se lee muchísimo, aunque bien cabe preguntarse por la naturaleza de lo que se lee, pues en el mercado español, por ejemplo, en el que se publican decenas de miles de títulos al año, hay libros fundamentales que son inencontrables. Puedo estar equivocado, pero, ¿existe alguna traducción al castellano del Enter - Ellen de Kierkegaard?. Una traducción íntegra, quiero decir. Se han traducido algunos de sus contenidos, como el célebre Diario de un seductor, o más recientemente se ha reeditado bajo el título de Antígona otro de sus apartados, en versión -¿de qué lengua?, porque no se nos indica- de J. Gil Albert. Pero no encuentro el libro completo en la lengua de los cuatrocientos millones. Nada extraño si tiene razón un librero amigo, quien me transmitió su convicción de que una reedición reciente de un clásico del siglo XX por una editorial puntera -uno de esos cuatro o cinco libros que marcaron un hito en la historia de la literatura- no sobrepasó los 500 ejemplares.

Lo que domina hoy en el mercado del libro -y hablo de Europa-, es el ensayo de actualidad, análisis a pie de obra de unos acontecimientos que nos cuesta comprender. No estoy muy seguro de que esos libros nos ayuden a comprenderlos, porque en la mayoría de los casos parten de apriorismos ideológicos que los convierten en parte del problema y no en instrumentos válidos para el análisis. Y tampoco es inusual que caigan en profetismos escasamente fundados. Ante la incapacidad para el análisis, lo que cunde es la profecía, y cuesta encontrar un pensamiento fecundo que ofrezca pautas de actuación, como sí ocurrió en otras épocas históricas de inflexión como la actual. La deseable democracia global, unida al surgimiento de nuevos polos de progreso, nos enfrenta a la escasez de recursos y se habla ya de una época de descenso generalizado del nivel de vida, e incluso de un periodo de entropía que sucedería al actual periodo de progreso. Y junto al ensayo de actualidad, que nos ilustra sobre nuestros temores, lo que predomina en los estantes actuales -y esto ya quiere ser literatura- es la evasión historicista: novela histórica, pseudohistórica, novela esotérica. Retorno a un pasado-refugio del que se pretenden destacar sus encantos. ¿Miedo al futuro? Se diría que los terrores del Milenio nos llegaran con algún año de retraso y en esta ocasión no supiéramos dónde poner los ojos.

Y regreso a esta tierra nuestra, y también aquí me encuentro con el Medioevo. Me pregunto en qué país del ancho mundo se pierde tanto el tiempo con un concepto tan vaporoso como los derechos históricos, un eufemismo por soberanía originaria, supuesta soberanía procedente de unos tiempos en los que el único soberano era el Soberano. Es con lo que me encuentro al ojear periódicos de pasados días. ¿La soberanía? Es justo su pérdida la que nos está dejando perplejos, y es desde ésta, desde quien es depositario de esa pérdida, el ciudadano libre e igual, desde el que hay que encarar, no la Edad Media, sino el presente que nos viene.

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