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Reportaje:HÉROES MEXICANOS | LECTURA

Los herederos de Zapata

Discretos no estuvimos. Veníamos a ver a un preso cuya condena de 15 años por protestar -nada más protestar, me habían dicho los de derechos humanos- era un escándalo; hacía quedar muy mal a las instituciones legales mexicanas. Lo lógico, lo inteligente, hubiera sido disimular un poco. Ir solo y hacerme pasar por abogado del preso, pariente lejano o algo así.

Pero no. Llegamos a las puertas de la cárcel la jefa del grupo defensor de derechos humanos más beligerante del Estado de Morelos, dos activistas más del mismo organismo, la esposa del preso y yo, un periodista extranjero. Una comitiva más sospechosa, menos deseable para las autoridades del Penitenciario Xochitepec, imposible. Estaba seguro de que nos iban a negar la entrada. En cuanto a las posibilidades de ver al preso: obviamente estábamos perdiendo el tiempo.

Los guardas fueron, de todos modos, muy correctos, pidiéndonos a cada uno de los cinco que apuntásemos en un libro nuestros nombres, el de la persona que visitar y la organización para la que trabajábamos. En voz baja le dije a Cristina Martin, la jefa del grupo de derechos humanos, que supuse que no sería una buena idea poner EL PAÍS. Pero ella me contestó que no, no. Que adelante. Ningún problema.

Sintiéndome absurdamente ingenuo, seguí sus instrucciones.

Los guardas nos dijeron que un momento, que "ahorita" nos daban la respuesta. Resignado a una larga espera, me consolé con mirar a mi alrededor, disfrutando de la exuberante vegetación que rodeaba la cárcel en este bellísimo Estado de Morelos, con su clima de eterna primavera, como dicen sin exagerar los folletos turísticos, con sus palmeras, sus montañas boscosas y sus campos de flores. Cuernavaca, la capital estatal a 10 kilómetros de la prisión, era la quinta ciudad en producción de flores del mundo, me comentó Cristina Martin. Con razón Hernán Cortés había decidido montar su residencia virreinal en este paraíso semitropical. Aunque no viera al preso, el viaje en coche de hora y media que había hecho desde la jungla de cemento del Distrito Federal había valido la pena. ¿En cuántos lugares del mundo veía uno mares de rosales, kilómetros y kilómetros cuadrados, como olivos en Jaén?

El guarda nos abrió la puerta corrediza de barrotes metálicos que dividía el mundo libre del de los presos y nos dijo que pasáramos, que el director de la cárcel nos esperaba en su oficina. Miré a Cristina como diciéndole "¿Ves?", y ella me miró a mí como diciendo: "Calma. No pasa nada".

Subimos y bajamos varias escaleras, atravesamos tres o cuatro puertas corredizas más pesadas y entramos en un cuarto amplio, limpio y blanco. El director estaba sentado detrás de su despacho. Había esperado ver un señor gordo y sin afeitar como en las películas. Un tipo altivo y grosero. Pero nada que ver. El individuo que se puso de pie en cuanto nos vio pasar por la puerta era alto y delgado, con una barba gris meticulosamente esculpida y de modales exquisitos. Un cambio de ropa y podría haber sido un conde en la corte de Luis XIV. Nos dio a cada uno la mano, mostrándose igual de caballeroso con la señora del preso que con los demás, y nos preguntó qué deseábamos tomar: ¿Café, agua, algún refresco?

El licenciado Miguel Ángel Calvo Barragán era un hombre de movimientos lentos, de voz baja y segura. "Buenos días. Bienvenidos. Quisiera ante todo darles las gracias por haber venido a visitarnos", comenzó. Se había enterado de nuestra llegada, prosiguió, y no quería dejar pasar la oportunidad de saludarnos. Con lo cual se lanzó a un pequeño discurso, siempre muy cortés -como de otra época-, sobre los sinceros esfuerzos que estaba haciendo para que su cárcel fuese un ejemplo de decencia y humanidad, poniendo el énfasis no tanto en encerrar a gente mala, sino en readaptar seres humanos que han errado para vivir de manera civilizada en la sociedad. No le miré las manos, pero no me hubiera sorprendido descubrir que había sometido las uñas a una impecable manicura. "Tenemos más de 2.000 presos aquí y les puedo asegurar que reciben un trato correcto...", continuaba. Mientras hablaba se oía el leve zumbido del aire condicionado y, al volumen ideal para crear ambiente y poder oírle sin dificultad, las dulces estrofas de una ópera de Mozart. (Me fijé después, al salir, en su pequeño aparato de estéreo y vi que el CD que estábamos oyendo era una colección de grandes éxitos no sólo de Mozart, sino también de Verdi y Puccini.) Si no lo hubiera sabido, me hubiera imaginado que estábamos en el despacho de un profesor de Derecho en una venerable universidad. Más lejos de la durísima cárcel que había visitado hacía unos días en Reynosa, en la forajida frontera norte de México, imposible imaginar.

"Los niveles educativos de los presos van progresivamente mejorando", continuó, solemne y con orgullo, "y este año me complace informarles que no ha habido ningún suicidio y ningún homicidio. Y espero sinceramente que podamos continuar creando las condiciones para que las cosas sigan así".

Dicho lo cual se puso de pie, nos pidió disculpas por haber irrumpido en nuestro tiempo de esta inesperada manera y nos condujo personalmente a través de un par más de puertas metálicas a una pequeña habitación con mesa y sillas donde, si no nos molestaba esperar, aparecería en breve el señor que habíamos venido a visitar.

Cristina Martin no se había equivocado. Debería de haber tenido más fe en ella. Este insólito encuentro con el director del penal había reflejado a la perfección lo que me había explicado durante una larga charla en una cafetería al aire libre en el centro histórico de Cuernavaca, enfrente del Palacio de Cortés. En resumen, que mientras que el Estado de Morelos había sido hasta hacía no mucho una especie de caricatura del viejo México del Partido Revolucionario Institucional -burdamente corrupto, con la más grotesca impunidad para los poderosos-, las cosas estaban cambiando de manera lenta pero esperanzadora. Había indicios de que aquí en Morelos, tierra de Emiliano Zapata, se estaba evolucionando de una dictadura perfecta hacia una democracia imperfecta, pero democracia de todas maneras.

"Hace diez años esto era otra cosa", recordaba Cristina, una figura importante en el Frente Cívico de Morelos. "Teníamos de gobernador a Jorge Carrillo Olea, un militar corrupto que había recibido el Estado de Morelos como premio del presidente Salinas de Gortari. Otro ejemplo más de feudalismo priísta. Pero todo cambió en 1998. Era la época del presidente Zedillo, y se estaba desmoronando el PRI. Aquí los grupos civiles nos aprovechamos de esa coyuntura para meter presión contra Carrillo Olea. Y lo increíble fue que logramos derrocarle. Y que fue gracias a la movilización ciudadana".

Se juntaron organizaciones ciudadanas de todo tipo -trabajadores, intelectuales, empresarios- y, apoyados por una prensa dinámica, hiceron historia y acabaron con el jurásico gobernador. "Desde entonces hemos vivido una verdadera transición aquí", explicó Cristina, cuyo cargo oficial es presidenta de la Academia Morelense de Derechos Humanos. "Hemos corrido no sólo a gobernadores, sino a procuradores y a un jefe de policía que encarcelaron este mismo año por sus conexiones con el narcotráfico. Hemos perdido el miedo. Se ha creado una tradición de resistencia. Y en ese sentido, aunque falta mucho por hacer, creo que Morelos sirve como una especie de laboratorio político para otras partes del país".

Cristina Martin lleva 20 años en la lucha por la justicia en México. Se ha involucrado con grupos feministas, con organizaciones dedicadas a proteger el medio ambiente y -entre otras- con la Alianza Cívica, cuyo propósito en los años noventa fue vigilar las urnas durante época de elecciones, impedir que el PRI siguiera haciendo lo que había hecho toda la vida: llegar al poder de manera fraudulenta. "Antes, cuando empecé con todo esto, obteníamos pequeños logros", me dice Cristina. "Ahora hay mucha más repercusión política. Sentimos un cierto optimismo porque hemos visto que si empujamos ahora el sistema a veces cede".

El propio gobernador, según no sólo ella, sino la prensa y partidos de oposición, está acusado de poseer vínculos con el narcotráfico organizado, varios de cuyos capos tienen lujosas residencias en el área de Cuernavaca. Y constantemente brotan casos en el Estado de abusos de poder, sea represión policial contra comunidades vulnerables o empresas que con el beneplácito del Gobierno se proponen destruir bosques donde reside gente pobre para construir casas para gente rica.

Un caso concreto es el de Andrés Bahena, el preso que fuimos a visitar en el Penitenciario Xochitepec.

El mismo director de la cárcel nos lo trajo al cuarto donde nos había dicho que esperásemos. Y cuando había entrado el director, el licenciado Calvo se despidió -aunque no sin antes pedirnos que le fuéramos a ver un momento antes de irnos- y cerró la puerta para que nadie nos molestara.

Bahena, padre de cinco hijos, era un señor bajo y moreno de 48 años, albañil desde que cumplió los 13, con cara de buena gente pero de no entender del todo lo que le había hecho el destino. Entró y nos dio la mano a todos, incluso a su mujer, Victoria, que llevaba tacones altos y un vestido rosado. A lo largo de los 45 minutos que estuvimos juntos él habló más que ella, pero fue ella la que aclaró detalles, explicó aparentes incoherencias.

La más grande de todas fue que llevaba tres años cumplidos de una condena de 16 años por un delito que -según pude ver yo y Cristina Martin y otros con los que hablé en Morelos- nunca existió. La historia, contada por marido y mujer, fue la siguiente. Que un día en 1999 en San Isidro, el pequeño pueblo a hora y media de Cuernavaca donde todavía vive Victoria, la gente se enteró de que iba a venir una empresa de gas a instalar unos depósitos. "Pensábamos que iban a explotar, que iban a perjudicarnos el agua", dijo Andrés. "Y cuando llegaron máquinas nos movilizamos unas cien personas a protestar".

"Aquella primera protesta funcionó. Las máquinas se fueron. Pero pronto regresaron, esta vez con trabajadores que se pusieron a montar las instalaciones. Hubo otra manifestación, con toda la comunidad a favor. Esto fue el 27 de marzo de 2000", dijo Victoria. "La comunidad se puso en plantón y ahí se quedó en guardia, varios meses. Lo más serio ocurrió la noche del 23 de octubre. Hubo un altercado de palabras y amenazas de violencia con guardias de una compañía de seguridad privada que trajo la empresa de gas, aunque no hubieron ni muertos ni heridos. Fue en diciembre que nos enteramos de que había orden de captura para mi marido".

El marido la escuchaba con mucha atención, pero con el ceño fruncido, frotándose continuamente las manos, perplejo.

"Yo ni siquiera estuve esa noche del 23 cuando hubo el lío", me dijo Bahena. "Por eso cuando me enteré de la orden de captura no me fui a ningún lado. Me quedé en casa y seguí trabajando. El día que me detuvieron estaba en un minibús. Unos agentes judiciales se subieron. Tenían una lista y preguntaron si estaba 'Andrés Bahena'. Y yo inmediatamente dije: 'Soy yo'. No temía nada. No era culpable de nada". "Sí", dijo Victoria, "pero desde entonces está detenido. Las acusaciones, que no tenían nada que ver con él, que ni siquiera habló en las manifestaciones que se hicieron, fueron: tentativa de homicidio, daños en pandilla y despojo. Pasaron dos años sin sentencia -yo hice una huelga de hambre en noviembre del 2002 para protestar- y después en diciembre lo condenan a 16 años y 2 meses de cárcel.

"Dijeron que había amenazado a los guardias con prenderles fuego con gasolina, pero repito que no estuve la noche del lío", dijo Bahena. "Y en lo que pasó anteriormente yo no fui nada más que un manifestante. Si es un delito ser un plantonista, pues eso sí. Pero nada más". ¿Y cómo lo veía todo ahora?, le pregunté. "A mí se me han quitado muchos años por lo que no hice, eso opino yo. Yo soy tan ingenuo que hubiera admitido que sí, yo lo hice, si lo hubiera hecho. Pero yo soy una persona que habla la neta, como decimos en el pueblo. Y yo a usted no le quiero engañar, ni a nadie".

Cristina Martin, que está convencida que se ha hecho una grotesca injusticia con este hombre, dijo que el Frente Cívico y su grupo de derechos humanos estaban presionando para que lo liberen. "Hay una apelación pendiente y queremos ser optimistas", dijo. "Mientras tanto la empresa de gas se ha salido con la suya en San Isidro y se ha logrado el objetivo, que es mandar un mensaje a la comunidad: que no es una buena idea manifestarse". "Y ha funcionado", dice Victoria, "porque la gente ahora anda con miedo y ya no dice nada". Lo curioso de este caso, como después comentamos con Cristina, es que habitualmente, cuando hay gente en la cárcel, por más dudas que haya en cuanto a su culpabilidad, es que por lo menos ha habido un delito. Un muerto, un herido, daños a la propiedad. Pero aquí no hubo ninguna de esas cosas. Sólo hubo un plantón y una manifestación donde aparentemente se dijeron cosas desagradables.

Por último le pregunté a Bahena cómo le habían tratado en la cárcel. En ese aspecto no tenía ningún problema. "Recibo buen trato. Soy pacífico. No tengo don de ser muy sociable. Aquí lo que hago es estudiar secundaria, tengo exámenes dentro de poco, y en eso paso mi tiempo".

Nos despedimos dándole la mano y nos dirigimos una vez más a la oficina del director. El aire acondicionado seguía zumbando. De Mozart habíamos pasado a Puccini. Otra vez nos sentamos todos, nos ofreció agua y café. Le pregunté de quién eran los cuadros que tenía en la pared y me dijo de los presos. Me fijé también que tenía un diploma enmarcado, un reconocimiento de su labor por otra Comisión de Derechos Humanos estatal. Se me ocurrió que todo podría ser mentira, que nos estaba engañando con sus modales tan finos y su retórica tan progresiva, pero Cristina me dijo que creía que no, que aunque no lo fuera, el mero hecho de que estuviera haciendo un esfuerzo tan grande para causar una buena impresión con nosotros ya era mucho. "Significa un avance y hay que celebrarlo", me dijo Cristina después. "Aparte, imagínate esto hace diez años. Se le ocurre a un grupo de derechos humanos como el nuestro pedir una audiencia con el director de la cárcel y sabes dónde nos manda, ¿no...?".

Nos pusimos de pie y le ofrecí la mano al licenciado Calvo pero él me dijo que no, que nos acompañaba hasta la salida. Bajando y subiendo las escaleras, entrando y saliendo por la sucesión de puertas metálicas, reflexioné que aquí bajo este techo habíamos visto la imagen viva de la ambigua etapa que estaba viviendo hoy la transición democrática mexicana -el viejo México y el nuevo, uno contra el otro en una pugna todavía no resuelta-. Se lo iba a comentar a Cristina pero ella tenía algo más importante que hacer en los últimos segundos que nos quedaban en la cárcel. Tenía que decirle algo al director. "Fíjese, licenciado, por nuestra culpa, por el tiempo que nos hemos demorado,Victoria y su marido han perdido su visita conyugal. ¿Cree que podría hacer algo...? "Sí, ¿cómo no? Claro que sí!", respondió, solemne, el director. Dicho y hecho. Cuando Cristina, sus dos acompañantes y yo nos acercabamos a la imponente puerta de salida, se inclinó hacia Victoria y le dijo: "Por favor, venga usted conmigo, señora". Nos despedimos de los dos y, desde el otro lado de la gran puerta corrediza de barrotes metálicos, me quedé mirando cómo el carcelero en jefe condujo a la señora del preso a su cita de amor, como un aristocrático anfitrión del siglo XVII escoltando a una distinguida invitada al salón de baile.

Andrés Bahena, preso en el Penitenciario Xochitepec.
Andrés Bahena, preso en el Penitenciario Xochitepec.JOHN CARLIN
Cristina Martín, presidenta de la Academia de Derechos Humanos del Estado de Morelos, en Cuernavaca.
Cristina Martín, presidenta de la Academia de Derechos Humanos del Estado de Morelos, en Cuernavaca.JOHN CARLIN

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