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Columna
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Viajar

Dado que termina agosto y asoma ya la ramplonería imperante a lo largo del año en la cosa pública, uno coge las maletas -que pasta no hay- y corre. El lugar importa menos... pero cuenta; a ver si no.

A Coruña es un lugar del Norte. No me refiero al norte cartográfico, sino al Norte cultural y físico, como el de Saint-Malo en Bretaña o Edimburgo. Mar agitada, gris y blanca; profunda, oscura. Acantilados, roquedales, granito. Cerca, A Costa da Morte; una presencia dura, trágica. Lluvia, cielos espesos, fieros a veces. Edificios altísimos en la Ensenada de Orzán, en la propia costa, entre el Riazor y el Museo Domus; una muralla tan cerca del mar y la playa que la amabilidad de la arena se desdibuja hasta imponerse la severa presencia de ésta como una gigantesca escarpadura habitada que soporta las acometidas del mar. Una belleza dura que contrasta con la mansedumbre de las ciudades-playa (que la propia Coruña intenta imitar, con escaso éxito, en su ría y puerto). Calles estrechas, empinadas o quebradas, desde luego, populosas. Tabernas con pulpo, carnes rojas y buenos cocidos. También, marisco, pero, más bien, como eco lejano de las Rías Bajas. Ribeiro y otros vinos. Y una actividad en las gentes propia de los países fríos. Hasta los extraños parecemos caminar con decisión y rumbo.

Absortos aún por la idea del verano, nos bañamos en una pequeña ensenada arenosa junto a Punta Herminia (multitud de algas, rocas y piedra). Más allá, vemos el monumento a los fusilados durante nuestra guerra civil en esa ciudad. Y más allá aún, la majestuosa Torre de Hércules (que no la vemos, pero la sabemos).

Un corcho de red a la deriva evoca en mí a los mil y un viajeros que en el mundo ha habido. Hoy, apenas si quedan. Los que quedan son más bien aventureros en pantalón corto y con sahariana; fanáticos del reportaje sensacionalista (da dinero), trotamundos en bicicleta o en un velero, y otros tipos extravagantes. Los demás, somos turistas. Y, sin embargo, se idealiza el viajar.

No lo hacía, desde luego, Fernando Pessoa, quien aseguraba que si imaginaba, él veía. ¿Para qué viajar entonces? Sólo la debilidad extrema de la imaginación, decía, justifica que haya que desplazarse para sentir. Eso decía sin saber de la televisión ni de Internet. Tampoco el conocido físico y jansenista Pascal, para quien toda la desgracia de los hombres proviene de una sola cosa -yo creo que exageraba-: no saber permanecer en reposo en una habitación. El hecho cierto es que el padre de toda la filosofía moderna, Immanuel Kant, nunca abandonó Königsberg, Prusia Oriental (hoy Kaliningrado, Rusia) a pesar de su vasto y sutil conocimiento.

Sin embargo, como en la vieja canción de Tom Waits The Heart of Saturday Night, buscamos el corazón de la noche del sábado, lo buscamos con insistencia en nuestro destartalado Oldsmobile; aunque acabemos tropezando (stumbling) con él, con su dura realidad. Buscamos viajar, conocer, ver, experimentar, vivir antes que soñar (¿imaginar?) Buscamos ponernos en contacto con otras realidades, otras situaciones, que amplíen nuestro conocimiento y depuren nuestros sentimientos. El viajar acrecienta los hechos y arroja luz sobre ellos y sobre nosotros mismos. Prolonga nuestros sentidos y nuestro entendimiento.

Debe de ser por eso que uno en septiembre, coge las maletas y corre. Por eso o por la ramplonería cotidiana, o por costumbre; quién sabe. Y el destino importa, desde luego que importa. A Coruña cumple como pocas con el paladar del viajero más exquisito (llámesele "turista"). Les aseguro.

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