El vendedor ambulante
Perea, el central del Atlético que se mide hoy al Villarreal en la final de la Intertoto, sobrevivía vendiendo helados en Medellín
Los ojos que alguna vez han visto de cerca la humillación de la miseria y los cuerpos que han sufrido, nunca olvidan. Así es que, si están en el detalle y conocen bien la historia de cada uno de sus rivales, los entrenadores de equipos de fútbol que se enfrentan con defensores como Luis Perea, deben advertir a sus delanteros: "Oye, recibe y toca, no te entretengas con el balón, no se lo muestres, te comerá el hígado si por un instante cree que le vas a quitar algo que le pertenece". Algo que tendrán que tener en cuenta hoy los delanteros del Villarreal, que visita hoy el Calderón en la final de la Intertoto (21.45, Telemadrid, 2-0 en la ida).
Cabeza, músculos y velocidad africana; técnica y educación colombiana; resistencia, carácter y ambición argentina, a Lucho Perea sólo le falta sólo un poco de roce y ambiente europeo. Luis Amaranto Perea Mosquera, casado, un hijo, dio al fin el salto transatlántico que deseaba desde que llegó de Colombia para mostrarse en los escaparates del fútbol argentino. El ojo experto del entrenador del Boca, Carlos Bianchi, le había elegido durante la disputa de la Copa Libertadores. "Quiero a ese", dijo el virrey. Para entonces se destacaba en el Independiente de Medellín. En Boca fue titular, salió campeón, ganó la Intercontinental frente al Milán y dio la vuelta al campo envuelto en la bandera de Colombia.
Nacido en los humildes arrabales de Currulao, Turbo, Antioquia, destinado desde pequeño a hundirse lentamente en las plantaciones bananeras, Lucho no cuenta demasiado de lo que era aquello. Le basta con saberlo él. Sólo se preocupa en rescatar el "sacrificio" de sus padres: "Es duro cuando te ves siempre con la misma ropa y sin poder comprar nunca nada, ni siquiera una golosina, pero mis padres hicieron un sacrificio enorme para que no nos faltara nada. Yo iba al colegio, me gustaba aprender, y empecé a trabajar de muy niño". A los quince años hizo el viaje de once horas en autobús y fue a buscarse la vida en Medellín. Allí se dedicó a vender helados para pagar la renta a los parientes que lo alojaron.
Ofrecía "paletas, vasitos, choconos", en las esquinas y en los alrededores del estadio donde jugaba el Independiente. Con lo que quedaba "iba a bailar". Y a comer, también. El moreno delgado, de casi un metro ochenta de altura, no llegaba todavía a los 60 kilos. Seguía jugando al fútbol, en el Deportivo Antioquia. Pero se pasaba el día de caminata, vendiendo helados, y terminaba "muy cansado".
Carlos Valencia, un directivo del Independiente de Medellín, quien pasaba por allí, se entretuvo y le vio jugar durante un partido en el barrio de La Iguana. Luis, sobresalía. "Por la altura", diría después, entre risas. El mismo tipo le reconoció unas semanas más tarde, cuando vendía helados cerca del estadio. Fue él al fin quien le dijo: "Venga, Luis, el fútbol tiene un sitio para usted".
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