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Columna
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El arte de un aficionado

Para poder juzgar con cierto criterio la exposición de dibujos, cerámicas y joyas que llevan la firma del literato francés Jean Cocteau (1889-1963), es preciso anticipar que se trata de obras realizadas por un aficionado al arte plástico. La nombradía de Cocteau viene por la vía literaria, en especial por su novela Los niños terribles y aún más todavía por su obra teatral La máquina infernal. Pero no sólo eso; tiene en su haber otras novelas y otras piezas inscritas dentro del mundo del teatro.

Debe añadirse que escribió libretos de ballet, publicó poemas de corte surrealista y dirigió ensoñadoras películas. Su nombre estuvo inmerso en diversos movimientos vanguardistas. Mientras vivió fue una celebridad, debido a las esplendentes bellezas verbales de su escritura, trazadas sobre la vieja pared existencial de la ironía, con la ayuda inestimable de la sangre nueva procedente del surrealismo.

En cuanto a Jean Cocteau como dibujante y elaborador de piezas de cerámica se ve a las claras que Picasso fue, además de amigo personal, su gran maestro y modelo a seguir. Como Cocteau no era un profesional de la plástica, no tenía reparo alguno en copiar descaradamente al portentoso rey de los artistas, llamado Pablo Ruiz Picasso. Donde se percibe más originalidad es en las joyas, algunas realizadas treinta y tantos años después de su muerte, en torno a temas del propio Cocteau.

Pese a que en determinadas piezas también aparece la sombra de Picasso, hay otras que revisten un soplo de tenue encanto virginal. Es verdad que si se sale de Picasso lo hace para trasladarse evocadoramente tanto hacia el arte egipcio como al hindú. En esto Cocteau es coherente, puesto que en su obra literaria existe una propensión casi compulsiva por llevar a la escena de un tiempo presente la evocación de los clásicos griegos.

En algunos dibujos nos parece encontrar semejanzas con el mundo infantil, tierno e inocente que habita en la mayoría de los dibujos de Federico García Lorca. Mientras Cocteau se deja guiar casi enteramente por la consciencia, Lorca recorre con la mayor libertad imaginable todo aquello que puede proporcionarle el sueño.

Por lo demás, la exposición se encuadra dentro del más puro estilo Jean Cocteau. Esto es, el canto permanente hacia uno de los mayores esnobistas mundanos de una época. Es como si la muestra la hubiera organizado el propio Cocteau desde su muerte. Y para que todo fuera en consonancia con él mismo, es seguro que la hubiera titulado La sangre de un poeta (tal una película suya de 1930). Cosas de un enfant terrible.

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