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Columna
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Instrucción pública

Perdido en la noche de mis tiempos el plan por el que cursé el Bachillerato, que se parece al actual como un huevo a una castaña. Recuerdo vagamente que de aquellas aulas salíamos con cierto barniz de lo que se llamaba "cultura general". Nociones de casi todo, generalmente aprendidas de memoria, que son las cosas que nunca se olvidan, digan lo que digan los pedagogos. Era el bagaje preciso para que los estudiantes se adentraran en la enseñanza universitaria o superior. Parece una atrocidad, pero muchos nos sabíamos la lista de los reyes godos y la clasificación de los insectos, y no he tenido noticia de que ningún compañero de colegio haya muerto o se haya desgraciado por ello. Gramática, Historia, Geografía, Lenguas -la propia y otro par de ellas, vivas o muertas-, Literatura, Matemáticas y algunas más, entre las que se contaba la de Religión en los cursos inferiores. Que yo recuerde, esta última causaba poca polémica y se consideraba natural que fuese la cristiana porque -antes de la II República- el Estado era confesional y la sociedad abrumadoramente católica en sus orígenes. No es el momento de tocar esa circunstancia que, personalmente, me trae al fresco.

El problema no es incluir la religión o las religiones con espíritu de catequesis, sino aceptar que durante 15 siglos la vida de los pueblos de Europa ha venido entremezclada, con o sin razón, en disputas religiosas, muy especialmente nuestro país, al que le tocó ser baluarte y trinchera para contener una dominación ajena durante 800 años. Probablemente, el apóstol Santiago y su caballo blanco no estuvieron en la batalla de Clavijo, pero cómo mencionar la leyenda si ignoramos distraídamente la división entre fieles e infieles, en uno y otro bando. Los europeos se las apañaron estupendamente, todavía presumen de Carlos Martel y pudieron dedicarse, tan ricamente, a la Reforma, catarsis que para nuestra desgracia no pudimos aplicarnos. Entiendo mal que el inminente bodrio de la Constitución europea rechace el ingrediente religioso de la génesis del continente, porque nuestra historia común sería aún mucho más demencial sin ese factor.

En cuanto al consumo interior, vamos aviados con la parcelación -más bien descuartizamiento- del pasado y la inmersión autonómica geográfica que lleva camino de convencernos de la pervivencia de los Reyes Magos, siempre que hubieran nacido en nuestro pueblo o en la parroquia de al lado. Lo que ahora se llama hecho diferencial destaca la existencia de sólo 13 antiguas provincias: cuatro catalanas -con tentáculos hacia Levante y Baleares-; tres vascas, cuatro gallegas y dos canarias. Lo demás somos "el resto del país", un batiburrillo que engloba a las dos Castillas, Aragón, las Asturias, Extremadura y Andalucía. Ahora mismo, quien no sea andaluz ilustrado tiene que hacer un esfuerzo de memoria para recordar que Jaén y Almería son tan comunitarias como sus otras seis compañeras. Posiblemente sea una simplificación, pero se puede hacer la prueba con un niño, o incluso un licenciado. Los programas de divulgación cultural han desaparecido de los medios audiovisuales casi totalmente, a causa del escaso interés que despiertan y la vergonzosa ignorancia de la mayoría, que no sabe porque no se le ha enseñado. Presenciamos en la pequeña pantalla el estupor de algunos voluntarios concursantes si se les pregunta -por 100 euros, por ejemplo- dónde están Teruel, las islas Chafarinas o el mar de Alborán.

Se ha renunciado a realizar encuestas de fin de curso por sus decepcionantes resultados. En la última, un crecido porcentaje de escolares respondía, con risa imbécil, que no les gusta estudiar ni tienen el menor interés en ello. El ser humano, biológicamente, aprende un número elevado de cosas en los primeros años que sorprenden y encantan a los padres, olvidados de sus precocidades. Pero asumen lo más sencillo y se resisten cuando la inteligencia de materias superiores les pone a prueba. La sociedad no rodea a la infancia con metas o modelos que se parezcan, ni remotamente, a los ejemplos de Corazón, de Amicis. El espejo de la vida ya no está en el hogar, sino en la tele, en los mensajes del móvil, la moda indumentaria y cosmética para las chicas y también para los muchachos. Antes, el fracaso escolar era cosa de infradotados o personalidades patológicas. Es una realidad que a padres, educadores y gobernantes desconcierta como una aurora boreal. La instrucción pública fue un proyecto humanístico que ya no quiere decir nada.

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