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Columna
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Cristianos

Yo sólo asistí una vez a la procesión de la Virgen de los Reyes, cuando tenía el tamaño aproximado de una mesilla de noche, y lo único que recuerdo de entonces es una adusta señora de madera y oro entronizada en un estuche con palio, y el enigmático muñeco que sostenía en brazos y que, como los ángeles góticos, nunca supe si reía o estaba serio. Mi memoria lo ha obviado, pero también tuve que presenciar, forzosamente, la representación de la Guardia Civil con sus guantes blancos y el tricornio bien encerado, y a los miembros del cabildo, con esas chaquetas y las bandas terciadas que solían recordarme, y todavía lo hacen, a Miss Melilla y Miss Murcia con algo más de ropa y algunos menos cosméticos. Como en el día del Corpus, la escena se reitera año a año sin que las fotografías aporten innovaciones: el Ayuntamiento se pasea por Sevilla de la mano del arzobispado en celebración de una fiesta que para los fieles debe de poseer mucho sentido, pero que los profanos encontramos perfectamente gratuita. Nunca entenderé qué demonios hace un alcalde socialista conmemorando la escalada de la Virgen a los cielos en compañía de esclavinas e incensarios (tampoco entiendo, es cierto, qué hace una televisión pública andaluza, gestionada por socialistas, empachándonos cada Semana Santa con estampas de pasos, saetas y nazarenos hasta ponernos al borde de la indigestión), pero este año la cosa ha ido más lejos: en la crónica del acto público que cerraba el desfile, leo que el alcalde prodigó alabanzas a la Iglesia y entonó loas a la labor del "movimiento cristiano" (sic, aunque suene siniestro) en los núcleos de población marginados. Supongo que después de semejante discurso el arzobispo, o el jerarca que no estuviese de vacaciones, abrazaría emocionado a Monteseirín y le concedería por lo menos un fin de semana de indulgencia, él que puede.

Misterioso comportamiento el del alcalde, ahora que no nos rodea tiempo de elecciones, y que revela un cúmulo de olvidos muy espinosos por su parte: no me cabe la menor duda de que los creyentes cristianos y toda esa gente que acude a misa a vérselas con sus fantasmas cada domingo merece todo el respeto y el silencio del mundo, pero en absoluto las estructuras de esa Iglesia caduca que gestiona su fervor e interfiere en la vida política con proclamas a destiempo. Alinearse públicamente de parte del arzobispado es comulgar (y nunca mejor dicho) con la oposición a la investigación genética que puede salvar la vida a millares de enfermos degenerativos; con la oposición a la profilaxis sexual que puede poner coto a la extensión del SIDA en el Tercer Mundo; con la oposición a las bodas homosexuales y a los nuevos modelos de familia, lo que es decir oposición al porvenir entendido en toda la extensión de su geografía; con la oposición al aborto y el control del índice de natalidad que puede nivelar las diferencias sociales; con la oposición a la desaparición de la enseñanza obligatoria de la religión en la escuela, en este país secular donde todos nacemos ateos. Por demás, estoy seguro de que muchos cristianos deben de realizar una espléndida tarea de socorro en los barrios menos favorecidos de esta capital, pero también me consta que junto a ellos, hombro con hombro, trabajan muchos laicos de los que no se acuerda ningún discurso oficial. O al menos, no el del alcalde.

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