AGUAS
6 Por lo que se vislumbra aquí y allá, Kampala fue un centro de la Administración colonial que tuvo su encanto. En la actualidad, es una ciudad más extensa que propiamente grande, de perfil accidentado y expansión desordenada similares a los de Addis Abeba. Pero aún queda algún que otro edificio con carácter y unos cuantos jardines esplendorosos. El del hotel en el que nos alojamos, sin ir más lejos. Algo que el hotel no se merece, puesto que nadie parece reparar en ellos.
El tráfico es tan lento como impaciente. En contraste con el agobio de los coches, el movimiento de la gente es preciso pero pausado, algo que llama de inmediato la atención al viajero que llega de Kenia. En Kenia están todos muy estresados, nos comentan con aire de conmiseración.
La carretera que conduce de Kampala a Jinja tiene algo de exposición monográfica sobre la vida cotidiana en Uganda, de forma que, según se avanza, los elementos y aspectos más comunes de esa vida cotidiana se suceden a uno y otro lado de la carretera animados por la actividad de hombres, mujeres y niños: talleres de carpintería, puestos de fruta, de carbón y leña, chiringuitos, butacas, puertas de hierro, carnicerías, comestibles, camas, sanitarios, todo con el esmero del que ofrece una representación sinóptica cuidadosamente diseñada. Y, casi sin solución de continuidad, el paisaje, un paisaje que se diría inventado por el Aduanero Rousseau, masas de vegetación de un verde intenso, gigantescas hojas, ramas y troncos que se cierran formando apretados muros de espesura entre los que la carretera discurre como por el fondo de un cañón. En determinados tramos estaban dejando una franja de unos treinta o cuarenta metros limpia de arboleda a cada banda de la carretera, a fin, obviamente, de evitar el riesgo de desprendimientos de leños, habituales en una selva que nunca ha sido sino selva.
La melancólica belleza de Jinja nos da una idea de lo que fue la Kampala del periodo colonial. Y es que, a diferencia de Kampala, lejos de experimentar desarrollo urbano alguno, Jinja es una pequeña ciudad estancada en el pasado. La mayor parte de las villas ajardinadas de su barrio residencial evidencian el abandono, cuando no el deterioro. Allí el tiempo se detuvo apenas Idi Amin decretó la expulsión de extranjeros, es decir, occidentales, judíos y, sobre todo, indios, muchos de los cuales residían en Uganda desde hacía tres o cuatro generaciones. La mayoría de aquellas villas pertenecían a comerciantes indios y aunque ahora podrían volver y serían recibidos con los brazos abiertos, muy pocos lo han hecho. Esa expulsión fue uno de los muchos disparates cometidos durante los primeros años de independencia, cuando entre golpe y golpe de Estado se sucedieron una serie de presidentes ineptos y truculentos, el más grotesco de los cuales fue Idi Amin.
A diferencia de otros países africanos, el origen de Uganda es similar al de la mayoría de los países del Occidente europeo en el sentido de que su actual configuración es el resultado de la unión de diversos reinos preexistentes, no en la Edad Media en este caso, pero sí en el siglo XVIII. Como también ha sucedido y sucede en Europa, esa unidad nacional se ha logrado no sin traumas, y los enfrentamientos han propiciado con frecuencia el triunfo no de los mejores líderes, sino de los peores, personajes que distan mucho de ser lo que el pueblo ugandés se merece. La situación cambió a finales de los ochenta, cuando el general Museveni llegó al poder, también merced a un golpe de Estado, con el doble propósito de instaurar la democracia y propiciar el desarrollo del país, objetivos ambos que parecen estar alcanzando con relativo éxito.
El nacimiento del Nilo Blanco es bastante distinto al del Nilo Azul, en Etiopía; menos abrupto, más suave y dilatado. Frente a donde nos encontramos se divisa un monumento a la memoria de Spike, el oficial inglés cuyas tesis relativas a las fuentes del Nilo terminaron por imponerse a otras, fundamentalmente las de Burton, tras una polémica de sobra conocida. El lugar es ahora un pequeño parque natural frecuentado tanto por los turistas como por los habitantes de Jinja; para la población de origen indio tendrá la condición de santuario, ya que allí se alza también un monumento a Gandhi del que se guardan sus cenizas; unas cenizas que, desde que visité el cabo Comorín -extremo sur del subcontinente indio- tenía entendido que habían sido arrojadas al mar.
Mientras contemplábamos las cataratas, un joven local me preguntó si tenía interés en ver cómo descendía por ellas abrazado a un bidón. Yo le dije que prefería verle remontarlas, pero él hizo caso omiso y pronto le vimos deslizarse aguas abajo, aparecer y desaparecer entre el estruendoso despeñarse de la espuma. Al oírnos hablar en español, una mujer de mediana edad se destacó del grupo de mirones para saludarnos también en español. Hacía tiempo que no lo practicaba, nos dijo, pues ella y su marido llevaban años haciéndose cargo de una misión perdida en el interior de Uganda; ambos eran de Tejas, ella, de origen chicano. Veía con cierta inquietud el futuro del país, debido a las rivalidades étnicas que parecían estar despuntando. Una visión en la que no parecía tener cabida más que esa rivalidad considerada en sí misma, prescindiendo de toda posible manipulación o injerencia externa, de los intereses que pudieran estar detrás, hoy de las multinacionales como, en el pasado, de la Administración colonial.
Si el paisaje de Uganda representa con mayor idoneidad la imagen misma del Jardín del Paraíso -incluido el de Ceilán, donde la leyenda sitúa la aparición de Adán y Eva-, el Nilo es también el río más arquetípico del mundo, con las cataratas que precisan su espectacular nacimiento, el trazado anchuroso y nítido de su curso a lo largo de la mitad de África, las culturas a que ha dado lugar como a resultas de sus crecidas, el delta en abanico a modo de despliegue de fertilidad en las áridas costas mediterráneas.
7Mi conocimiento del lago Victoria se limitaba al panorama que ofrece la bahía de Kericho, en Kenia; esto es, no el lago, sino una bahía del lago. El recorrido entre Entebe y Bugala, la mayor de las islas Sesse, permite ya hacerse una idea de lo que es el lugar, por más que las tres horas de travesía en lancha rápida no cubran más que una pequeña esquina de la superficie total. Un lago que es un mar, un mar de ese azul desvaído propio del agua dulce. En la distancia se alzaban lo que parecían tenues humaredas y que resultaron ser nubes de mosquitos. Según el patrón, aquellos mosquitos ni picaban ni se sentían atraídos por las islas, lo que, de ser cierto, a la vista de aquellas densas columnas, era un verdadero alivio.
La isla presentaba una fachada de un verde casi negro de puro intenso, una cortina de árboles de altura y densidad similares a los que se cerraban a lo largo de la carretera que separa Kampala de Jinja. Y la playa no estaba bordeada de cocoteros como había imaginado, sino de selva. Una selva poblada de pájaros y monos y ramas caídas, según pude atisbar a medida que caminábamos a lo largo de la orilla desde el embarcadero hasta las edificaciones del hotel, acompañados por el dueño, Daniel, un hombre afable de cierta edad. Al llegar a las instalaciones nos presentó a Silvia, su esposa, una negra maternal más que simplemente afable y, a todas luces, la persona que allí mandaba. Nos condujeron hasta nuestro apartamento, una de aquellas construcciones modestas situadas ante el lago, a la profunda sombra de los árboles. Entre esas construcciones picoteaban unas gallinas, y unos mastines intentaban inútilmente dar caza a las zancudas de la orilla corriendo por la playa, lanzándose aguas adentro.
La capital de la isla, Kalangali, distaba unos cuatro kilómetros del hotel, hacia el interior, y puesto que el tráfico era casi inexistente resultaba atractiva la idea de llegarse hasta allí dando un paseo. Además, una alemana que se alojaba en el hotel nos había contado durante el almuerzo que en Kalangali era posible alquilar una especie de moto-taxi para recorrer la isla. El primer tramo del trayecto, entre el hotel y la carretera, discurría a través del bosque. La fronda que se cerraba sobre nuestras cabezas preñada de trinos y de rebullir de plumas de colores predisponía el ánimo a la alegría. Súbitamente, una rama del tamaño de un tronco cayó tajante a pocos metros, como partida por un rayo. Observamos entonces que a los lados del camino se veían aquí y allá otras ramas arrimadas a la cuneta, de modo que llegar a la carretera, dejar atrás el bosque, supuso un respiro.
La salida a campo abierto coincidió con una progresiva aparición del sol entre las nubes, como desembarazándose de todas ellas. Aparte de un recodo nuevamente bordeado de bosque, un rincón sombrío como presidido por una engolada ave del paraíso y trasteada por unos cuantos monos, el resto del recorrido lo hicimos con el sol de cara, de forma que aun antes de llegar a los arrabales de Kalangali, un motorista, según se cruzaba con nosotros, gritó por encima del hombro:
-¡Mzungo!
Con toda la razón: al cabo de aquellos cuatro kilómetros de suave pendiente, teníamos ya la cara como un tomate, efecto que no hizo sino acentuarse según nos adentrábamos en la ciudad con la idea del llegar al centro, que resultó ser el cruce en el que nos encontrábamos, lo que habíamos tomado por sus arrabales. También era el lugar donde se encontraban las moto-taxis, que yo había imaginado como una especie de rickshaw o triciclo. Estaba equivocado: se trataba de motocicletas normales y corrientes y el modo de viajar resultaba poco sugestivo, detrás del conductor, agarrados los unos a los otros.
A falta de algo mejor que hacer, callejeamos un rato y terminamos entrando en el único comercio que no parecía dedicado a la venta de comestibles. Se trataba de una tienda llevada por una mujer de mirada balsámica que ofrecía productos de artesanía realizados por las mujeres del pueblo, algo así como una cooperativa.
Fuera, un sol rasante, deslumbrador, barría los puestos del mercado; los más concurridos eran, con mucho, los dedicados a la venta de ropa usada. Emprendimos el regreso a buen paso, a fin de llegar al hotel todavía con luz. La pandilla de monos seguía en la curva boscosa, como a la espera de alguien.
8El día amaneció cubierto de cielos bajos y cenicientos, y las aguas del lago sonaban sordamente, como cuando sube la marea. Preguntamos a Daniel si le parecía aconsejable que, con semejante tiempo, nos llegáramos hasta la casa en la que vivió Spike durante su estancia en la isla. Nos explicó que todas las mañanas eran así: "Puede llover, pero luego sale el sol". Como aquellas luminosas turbulencias daban una extraña belleza al paisaje, nos liamos la manta a la cabeza y optamos por emprender la excursión. La víspera, lo había intentado la turista alemana que se alojaba en el hotel, pero los bosques que había que atravesar le parecieron sobrecogedores y acabó renunciando.
Habíamos buscado un guía, uno de los chicos que rondaban por la playa, y emprendimos la marcha a buen paso, pero al poco de atravesar el pueblo, según dejábamos atrás las últimas cabañas, empezaron a caer las primeras gotas. No habíamos cubierto aún la mitad del camino que nos separaba del bosque cuando se hizo evidente que no tenía sentido continuar: la ropa totalmente empapada dificultaba el movimiento y no sólo los caminos convertidos en arroyos se habían hecho intransitables, sino que ni siquiera se podía divisar otra cosa que cortinas y más cortinas de agua. Nos dirigimos hacia un todoterreno que en aquellos momentos salía de un almacén y el conductor se ofreció amablemente a devolvernos al hotel.
Al poco rato lucía un sol espléndido, por lo que concertamos una excursión en coche por el interior de la isla. El chofer era un holandés errante que trabajaba para un cámping vecino; se unieron a la expedición un guía local y nuestra amiga alemana. La isla resultó ser bastante idéntica a sí misma, cosa que no era de extrañar, y desde los escasos puntos que ofrecían una vista panorámica, los promontorios más alejados confundían su verdor con el de las islas más próximas. Mayor interés, en realidad, tuvo la charla con nuestro chofer, el holandés errante, un hombre que no soportaba a su país aunque sólo fuera por el exceso de gente. Había trabajado de camionero, transportando sustancias peligrosas, en diversos países africanos -Sudán, Ruanda, Etiopía, Congo-, países que eran en sí mismos un peligro, y su conocimiento práctico de los diversos grados y modalidades de corrupción y tiranía imperantes en esos países hubiera sido muy útil a misioneros y cooperantes en general. Aquí estaba casado con una nativa. No hay que excluir que también lo hubiera estado en alguno de los países en los que había vivido anteriormente.
De regreso al hotel, nos dejó a la entrada del bosque en el que se hallaba situada la casa de Spike, ya que el guía se había ofrecido a acompañarnos, dando así feliz término a la fallida expedición de la mañana. La amiga alemana, en cambio, no quiso unirse a la excursión, como si su frustrado intento anterior, en vez de actuar como acicate, la hubiera disuadido. La densidad del bosque era si cabe superior a la del entorno del hotel y sólo algún que otro rayo aislado de sol lograba penetrar entre las ramas que se cerraban sobre nuestras cabezas. Llegados a un punto elevado en el que se abría un claro, el guía dijo: "Éste es el sitio". Y de pronto, como si se descorriera una cortina, descubrimos unos muros de piedra recubierta de un musgo casi dorado, como el propio sol que moteaba los troncos que brotaban del interior, en lo que fueron las diversas estancias: la naturaleza se había encargado de deparar a Spike el mejor de los monumentos junto a las aguas del lago Victoria.
A la salida del bosque, ya de regreso, el guía subió a un coche que llevaba su misma dirección; nosotros preferimos continuar a pie. En las proximidades del desvío que conducía al hotel fuimos rebasados por un ciclista bien trajeado con el que intercambiamos un saludo. A los pocos metros se detuvo, bajó de la bicicleta y se aproximó hacia nosotros. "Se me ha metido un mosquito en el ojo -dijo-. Escuece mucho. ¿Podría sacármelo?". Le agradecía interiormente que confiara en mi destreza más que yo mismo, que no las tenía todas conmigo, pero el caso es que conseguí sacárselo. Me estrechó la mano antes de montarse en la bicicleta. "Gracias, doctor", dijo alegremente. Le reí la broma al tiempo que caía en la cuenta de que no se trataba en realidad de una broma, de que por algún motivo pensaba realmente que yo no podía ser sino su médico.
La presencia de unos cuantos caballeros elegantemente trajeados y encorbatados parecía haber desbordado al personal del hotel. Silvia nos contó que se trataba de dos ministros del Gobierno y de su séquito. Aparte de los guardaespaldas que rondaban a escasa distancia, igualmente bien trajeados. Uno de los ministros se acercó a saludarnos, a interesarse por nuestra estancia en Uganda, a ofrecerse por si teníamos algún problema. El contraste entre su atuendo y el nuestro y entre su presencia y el paisaje circundante era en verdad llamativo.
Silvia les organizó una cena en la playa, junto a una fogata que solía encender cada noche. A nosotros nos preparó un plato de telapia -un pescado del lago Victoria excelente hasta en el nombre-, acompañado de patatas con pimentón. Se sentó un rato con nosotros: hablar con ella era como hacerlo con una vecina a la que conocieras de toda la vida. Luego se fue a atender a sus huéspedes y nos dejó con Hope, una camarera de movimientos lentos, de hablar lento y de una sonrisa propia de seres inmateriales.
9Desayuno en la playa viendo acercarse las cortinas de agua de cada mañana, mientras los pastores alemanes intentan dar caza, por tierra, mar y aire, a una pareja de águilas marinas. Lo más probable es que el juego les resulte más entretenido a las águilas que a los perros, ya que parecen complacerse en descender casi a ras de suelo para luego desplazarse rozando la superficie del agua antes de remontar el vuelo. También entre los humanos quien se cree jugador es a veces el juguete.
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