Ahí te pudras
La mujer de la foto, que está solita en el mundo, se llama Rosario Piudo y llora porque acaban de echarla de su casa para siempre por no pagar a tiempo una deuda de 39 euros. Ya ven, tenemos fragatas y helicópteros y aviones de caza para solucionar conflictos dificilísimos en los lugares más alejados del mundo y no somos capaces de arreglar un asunto doméstico de dos pesetas. Durante el desahucio, que duró un par de horas porque Rosario se mueve con dificultad, no apareció por allí ningún representante del Gobierno ni de la oposición, pese a que estábamos a cuatro días de las elecciones generales y un gesto de solidaridad con Rosario valía un puñado de votos. Sólo se presentaron un par de agentes judiciales, algunos vecinos y una sobrina de la anciana que vivía a 100 kilómetros de Sevilla, donde sucedieron los hechos, y que se la llevó a su casa para que no durmiera en la calle.
Se preguntaba uno, contemplando esta foto, por qué las autoridades ponen tanto empeño en prohibir la eutanasia y no mueven un dedo, sin embargo, para evitar estos golpes mortales asestados sobre las personas indefensas. Aún no entendemos por qué la fiscalía no actuó de oficio o por qué el obispo no acudió al acto de expulsión para ofrecerle las dependencias de su palacio y condenar, de paso, una ley en la que pesan más 39 euros que la vida de un ser humano. Es que no acudió nadie, oiga, ni Dios. "Ella no sabe prácticamente ni escribir", dijo una vecina a los agentes judiciales, "lo dejó todo en manos de Dios". Si yo hubiera sido Dios (la Virgen no lo permita) aquella escena no habría tenido lugar. Pero es que me habría conformado con ser Rouco Varela para poner toda la influencia de la Conferencia Episcopal al servicio de esta viejita, aunque ese día no cumpliera con el deber religioso de condenar el uso del preservativo.
Conclusión: todo el mundo -desde Dios a los políticos, pasando los fiscales, los curas, los filántropos y las asociaciones de mujeres-, todo el mundo, digo, estaba en otro sitio la jornada de autos. Sólo el fotógrafo, los agentes judiciales y la sobrina de la anciana se encontraban donde debían. ¿Y Rosario? Rosario estaba fuera de sí porque la casa es el segundo cuerpo, y el más importante, cuando se tienen dificultades con el primero (observen la muleta que sujeta con la mano izquierda mientras se seca las lágrimas con la derecha). Arrancar a Rosario de cuajo de su cuarto de estar y de ese pasillo por el que iba de un lado a otro de su vida mientras se dirigía del baño a la cocina fue como sacarla violentamente de su cuerpo, dejándola sin pies, sin brazos, sin cuello, sin ojos, sin oídos.
Al día de hoy, cinco o seis meses después de aquel atropello, no sabemos qué ha sido de Rosario. Nadie nos ha dicho si en las semanas posteriores a esta crueldad, representativa de tantas otras que no salen en los periódicos, se le apareció Dios, o el obispo, o el fiscal general del Estado o el propietario de la vivienda de la que había sido echada a patadas. De lo último de lo que tenemos noticias es del ahí te pudras reflejado en esta imagen que empezaba a amarillear entre los papeles de nuestra carpeta de recortes. Qué mundo.
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