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Palabras.net
Columna
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Esas ganas de abandonarlo todo

Ya no se trataba del miedo, ni de sus conductas aparentemente calificables de neuróticas. No era tema de las quejas cotidianas, que motivaban las charlas del tapeo de los viernes con los compañeros de la oficina, ni tampoco el remanido asunto de la exasperante actitud de algunos hombres, motivo de trasnochadas ruedas de amigas en tristes noches de sábado. El asunto era más grave y más esencial. Marta estaba harta. La realidad le parecía un carrusel kafkiano que ofrecía unas pocas sortijas y todas ellas inalcanzables. Era cierto que la vida había sido relativamente generosa con ella. No tenía ninguna enfermedad grave, tenía trabajo, una familia amorosa y perspectivas personales halagadoras, pero cada vez que se encontraba pensando en la humanidad, en la guerra, en la injusticia o en los desposeídos; cada vez que leía en los diarios la cifra de los muertos de hambre, de frío o de odio, volvía a sentir esas ganas de abandonarlo todo. Resignarse a un mundo injusto y para nada ético, un mundo hipócrita, plagado de dictadores y asesinos. Para qué seguir tratando de defender en cada conversación los derechos de las minorías, para qué su participación en los planes educativos para inmigrantes, para qué su militancia política, para qué apadrinar niños hambrientos que viven (¿viven?) en países del Tercer Mundo privados de todo y gobernados por dirigentes mentirosos, demagogos y corruptos. Cada vez que Marta entraba en ese túnel, el de la decepción y el desaliento, se pasaba varios días rumiando su angustia.

Para qué defender los derechos de las minorías, para qué participar en los planes educativos para inmigrantes, para qué la militancia

Abrió el ordenador y escribió, otra vez, una pregunta

¿LUCHAR HASTA CUÁNDO?

Este cuento lo escuché por primera vez de boca del sacerdote Anthony de Mello.

Había una vez dos ranitas que paseando por el pueblo cayeron en un recipiente lleno de crema.

Inmediatamente sintieron que se hundían; era casi imposible mantenerse a flote mucho tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos patalearon en la crema, tratando de nadar para llegar al borde del recipiente, pero fue inútil, sólo consiguieron chapotear en el mismo lugar y hundirse como piedras en el lodo. Al tocar fondo se impulsaron con las patas traseras y por un momento volvieron a la superficie y pudieron tomar aire. Pero la tercera vez supieron que cada ida al fondo hacía más difícil volver a respirar.

Una de ellas dijo en voz alta:

-No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta sustancia no se puede nadar.

-No hables. Nada -le dijo su hermana.

-Ya que de todas maneras vamos a morir -siguió diciendo-, ¿para qué prolongar este dolor?, ¿qué sentido tiene morir agotada en un esfuerzo estéril?

Dicho esto, la ranita dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.

La otra rana, más persistente o quizás más tozuda, se dijo:

-¡No hay caso! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Pero yo quiero luchar hasta mi último aliento. No quisiera morir un segundo antes de que llegue mi hora.

Y siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro. ¡Horas y horas!

De pronto... sucedió algo imprevisto. De tanto patalear y patalear y patalear... La crema, se transformó en manteca.

Sobre la superficie de la manteca la rana sorprendida se deslizó hasta el borde del pote.

Desde allí, saltó al suelo y se fue croando alegremente de regreso a su casa.

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