Nevera
La nevera de mi casa es un electrodoméstico adolescente. Supongo que los electrodomésticos, igual que los perros o los desnudos, se parecen a sus dueños. Observar el carácter de un perro ayuda a comprender la atmósfera de una casa, que puede estar acostumbrada a callar y morder, o a ladrar y atemorizarse, o a saltar y mover el rabo delante de las visitas. Para muchos ciudadanos, un perro es el mejor amigo del hombre. A mí sólo me han servido a lo largo de la vida para tomar conciencia de que en algunas casas iba a ser un simple invitado. Pasa lo mismo cuando voy a la playa y no consigo desprenderme del insoportable espíritu de observación que me aleja de un necesario instinto participativo. Pasear por una playa sirve para conocer el estado del mundo a través de los cuerpos, la pequeña distancia que existe entre la felicidad y la tragedia, la elegancia y el horror, la pureza y la contaminación. Las playas y los perros ayudan a conocer a sus dueños, igual que los electrodomésticos, acostumbrados a palpitar según el ánimo del dedo que aprieta el botón o de la mano que abre la puerta. Claro que un carácter es un haz de muchas espigas, y los dueños dan para mucho según los matices de la personalidad que van desperdigando por la casa. Sin traicionar a la verdad, espejo vivo del alma de sus dueños, en una misma casa puede haber lavadoras débiles, hornos dogmáticos, lavavajillas chapuceros, exprimidores estrictos, microondas cínicos y neveras adolescentes. La nevera de mi casa es un electrodoméstico adolescente, porque se abandona a los excesos del alma, dividida entre las abundancias del corazón y los abismos tristes de la melancolía. Sin el punto intermedio de la regularidad, pasa de la intuición de la nada a la plenitud de la fiesta, de los fervores del mundo al cielo pálido, indefinido, como una pizza congelada.
Las relaciones con la nevera establecen una línea sentimental de trabajo y un modo de entenderse con la vida cotidiana. Resulta admirable la disciplina reguladora de los que no juegan con el vacío, o con las fechas de caducidad, o con la falta de hielo a media noche, o con las sobrecargas de optimismo que terminan en la basura. Una vida ordenada salva a las neveras de las insuficiencias inoportunas y de los desperdicios. Mi nevera, que es el electrodoméstico más adolescente de la casa, suele comportarse de una forma muy desequilibrada. Ayer era sólo tristeza solitaria y saludable, apenas un yogur, una cerveza sin alcohol, una lata de foiegras y media cubitera de hielo. Fue un espectáculo desolador, el espejo de un príncipe arruinado, y decidí organizar una fiesta. La lista de la compra es siempre la mejor vacuna, el modo más contundente de reaccionar. Ahora ya no cabe nada, me cuesta trabajo colocar el zumo de naranja de Benjamín y Teresa (últimamente les ha dado por tomar vodka con zumo de naranja). Hay tónicas para los gin-tonics de Almudena y Juan, cocacolas para los cubalibres de María José, y mucho hielo para los whiskys de Joaquín, Jimena, Regina, Miguel, Silvia, Felipe, Rosana y Ramón. Y cervezas para todos, y carne para la parrilla, y helados de postre, y hasta leche desnatada para Mariano, que seguramente se quedará a dormir. Voy a llamarlos por teléfono. Esta nevera mía adolescente me lo ha aconsejado.
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