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Columna
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Fisiología de la tapa

Vicente Molina Foix

Los turistas creen en nuestras tapas tal vez más firmemente que nosotros mismos. Y aunque el hábito de tapear nunca ha desaparecido en España, a mí me parece que el espectacular renacimiento del negocio se debe a la ansiosa mirada extranjera. Yo, por ejemplo, nunca me he atrevido a afirmar delante de franceses que no me gustan los pajaritos fritos, y como los esforzados lugareños de Berlanga en ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, estaría dispuesto a vestirme típicamente de degustador de sangre frita encebollada (que detesto) para no decepcionar a tan prósperos visitantes.

Una de las novedades del nuevo orden tapístico es que a la tasca de toda la vida ahora se superpone, a modo de tapadera encubridora del serrín y la mosca, el bar de tapas de diseño, alguno, eso sí, con la suficiente habilidad post modern como para imitar el genuino ambiente cateto y desastrado. Hace una semana sorprendí en un flamante bar de tapas de la Gran Vía a un camarero echando palillos sin usar al suelo de la barra. Poco después entró al bar un disciplinado grupo de japoneses, y todos los ojos rasgados convergieron en el lecho de mondadientes y huesos de aceituna. No se habían equivocado: aquello era un local representativo de la España cañí, palabra esta última que ignoro qué dificultades de pronunciación tendrá en japonés.

Hablando de tapaderas. ¿Sabían ustedes la procedencia etimológica de la palabra tapa? Yo me enteré siendo ya relativamente mayor, gracias a mi amigo el erudito Alberto González Troyano, pero la explicación que me dio mientras nos tomábamos en una tabernita sevillana unas sabrosas tapas de rabo de toro me pareció tan ocurrente que la atribui a la fértil inventiva de su privilegiado seso. Y era la verdad. Doña María Moliner, una erudita que nunca miente, lo glosa así en su diccionario (acepción octava de tapa): "Rodaja de jamón, tocino o embutido que se sirve en las tabernas cubriendo las cañas y chatos de vino". El origen, sigo llevado de la mano de la Moliner, es andaluz, aunque el término enseguida pasó al resto de España para designar a cualquier aperitivo servido como acompañante de las bebidas. Y de ahí al mundo, lleno, sobre todo el anglosajón, de bares de tappas (así lo vi escrito en uno de Manchester). La etimología es bonita, pero yo veo como un gran progreso civil que ahora la rodaja de salchichón te la traigan en un platito exento y no sobre la espuma de la cerveza.

Vuelvo al menú principal. Madrid tiene cada vez más establecimientos de neo-tapas, así llamados para distinguirlos de los castizos, que algunos van desapareciendo incluso en la zona prototápica de las calles de la Victoria y la Cruz. El cierre para mí más llorado fue el de La Casa de la Mojama. Susan Sontag, que con toda su refinada sofisticación de intelectual neoyorquina se pirra por la oreja de cerdo a la plancha y las patatas bravas, llegó aún a tiempo de probar en uno de sus viajes la extraordinaria hueva de atún que tenía ese pequeño bar de esquina hoy tapado, ay, sólo con carteles y grafitti. Recuerdo, por cierto, la fortaleza de estómago y el desafío a toda aprensión de la Sontag, muy superiores al de los que íbamos con ella de tapas; en una tasca célebre de la calle de Núñez de Arce vio un plato de zarajos, ese producto conquense que aunque la Moliner diga que es una "trenza hecha de tripas de cordero y asada al horno", a mí siempre me ha parecido un asqueroso híbrido de maqueta del artista Christo para empaquetar algo y una de esas vísceras que Hannibal Lecter sabe rebanarle muy bien a cualquiera de sus víctimas. Pues bien, la Sontag fue ver el zarajo y pedirlo. Se comió uno entero. Y le gustó.

No he detectado zarajos en estos locales florecientes que se llaman Tapelia, Entre Tapas y Vinos, Jara y Olvido, Huerto y Brasa, Cañas y Tapas y cosas por el estilo. Lo de Tapelia tiene su aquel, aunque sólo sea por la proximidad con Babelia y Coppelia. Pero, ¿no es sorprendente la tendencia a lo bipolar rústico en los nombres de esos consorcios de la tapa contemporánea? Para mí que se trata de una estudiada y astuta voluntad bucolizante que aspira a remover en la memoria colectiva los posos de ciertos títulos de novelas campesinas de Blasco Ibáñez y José María de Pereda. Así, la nueva cocina de la tapa tapa el sabor plástico con la perdida sotileza de un arroz en tartana.

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