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Columna
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Pirómano

Anoche oí informaciones contradictorias en los noticiarios y tal vez a esta hora ya no sigas paseándote por ahí, eligiendo carreteras secundarias, ascendiendo hasta la cresta de una colina para observar el manto de carbón y humo que recubre tu obra. Me da lo mismo: libre o prisionero, quiero dirigirme a ti, autor de la masacre que ha asolado un millar de hectáreas entre los valles de Huelva y de Sevilla, y no para condenarte sin más ni declararte enemigo de los hombres y del aire, que bien podría hacerlo, sino para mirarte cara a cara, hasta la penumbra de los ojos, e intentar penetrar en esa oscuridad de debajo, porque quiero comprenderte un poco y saber por qué alguien puede inmolar lo más valioso de que dispone, que es el don de respirar en paz. Tal vez repliques a la policía, cuando comiencen los interrogatorios y se redacte el atestado, que todo se debió a un burdo error y que tu intención era borrar rastrojos o eliminar basura, pero me gustaría que conmigo dejases atrás esos pretextos torpes y descendieses a la verdad: si he de ser sincero, también yo, como tú, me he sentado muchas veces junto a los rescoldos de la chimenea y he contemplado las brasas hasta encontrar mezquitas, saurios y grutas del color del ámbar. Miente quien no reconozca que al encender una cerilla, antes de aplicar la lumbre al cigarrillo o activar el gas, queda preso por esa pequeña lengua azul y malva, y escruta en su interior buscando la respuesta a una pregunta cuyo eco ha resonado demasiadas veces en el interior de su cráneo. Pero en ti ese amor y esa fascinación que la naturaleza ha instalado en el fondo de nuestro corazón desde la tarde remota en que un rayo hizo estallar el ramaje de un nogal se han vuelto demasiado vehementes, violentos, salvajes: y eres como Medea, aquella heroína de Eurípides que amaba tanto a sus hijos que los mató de un abrazo.

Sé lo que encuentras en el fuego: esa pureza que T. E. Lawrence atribuía al desierto, donde, según él, todo está limpio. En tus noches soñarás con los grandes incendios del pasado que machacaron las ciudades de mármol volviéndolas a dejar desnudas, haciéndolas polvo y escombros, y erradicando sus impurezas: la Roma del siglo I, el París del siglo XIV, el Londres del XVII y el San Francisco del XX. Y es porque el mundo se te hace pequeño, sofocante y degenerado, el viento huele peor de lo que desearías y ni los hombres ni las mujeres ni los jilgueros se adecuan a esos moldes de marfil con los que te gustaría convivir. Te tomas la prerrogativa de emplear el fuego, que es arma de dioses, porque lo mismo otorga calor y abrigo que los arrebata, y tal vez pienses, en tu fábrica de apocalipsis, en ese episodio del Éxodo en que Dios se revela como una llama sobre una zarza, que arde y no quema. Sabes que el fuego erradica los malos recuerdos, que arranca las cortezas de las cosas, que puede reducir un pasado lleno de zanjas y desniveles a un pacífico horizonte de ceniza. Un atardecer corres al monte, abandonas una tea o un trozo de corcho prendido y te dices que es por el bien de las cosas, que todo debe purificarse: pero te equivocas, y eres tú el que tendrías que estar en el centro de la pira, para sentir cómo amanece el mundo con todas sus hojas quemadas.

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