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PERFILES DE CINE | GRANDES ESTRELLAS

Yo fui compañero de Uma Thurman

En realidad, Uma Thurman se llama Pilar Domínguez, y hasta los 15 años vivió en el barrio sevillano del Plantinar. Yo la conocí en mi clase de primero de bachillerato, donde se sentaba dos o tres bancos por delante de mí, y en aquella época un acné despiadado le roía parte de las mejillas y cercaba su nariz, esa nariz voluntariosa y erótica como ninguna que tantas veces me ha hecho interrumpir la respiración desde la pantalla. A decir verdad, Uma, o Pilar, era una chica bastante corriente: solía presentarse en clase con el cabello recogido en una cola, llevaba los vaqueros decolorados que aquella temporada comenzaron a usarse, tenía la carpeta debidamente empapelada con retratos de Tom Cruise, Rob Lowe y otros mitos que el tiempo ha arrojado a la papelera. Por no andar con más rodeos: yo estaba enamorado de ella y ansiaba convertirme en la silla en que cada mañana ella colocaba sus posaderas y sacaba papel y bolígrafo, por lo que habría sido un Gregorio Samsa de lo más feliz si un día al despertar me hubiera visto con patas y respaldo en vez de la carne y el hueso de costumbre. En su persecución, renuncié a mis amigos y me infiltré en la pandilla con la que ella salía; el resultado fue vano: un curso, algunas litronas y muchas visitas al cine más tarde yo seguía adorándola en silencio, como ella adoraba a los amantes de dos dimensiones que transportaba en su carpeta, pero no había traspasado la barrera que me concedía permiso a algo más que miradas fugaces y una palabra al azar. Un día supe que nunca lo haría: Uma se mudaba a otra ciudad arrastrada por la profesión de su padre, ingeniero de no sé qué cosa, así que nuestros besos quedarían recluidos para siempre en ese limbo de entes inasequibles donde también figuran el gato de tres pies y la cuadratura del círculo. Luego, por las revistas, yo descubriría que la ciudad a la que se había marchado era Nueva York.

Ahora se disponía a emprender su venganza con una espada de samurái y un traje amarillo

Porque aquel mismo año, y sin que yo supiera cómo, Pilar dio un enorme salto y se coló en los cines, con el nombre disfrazado bajo tres letras misteriosas que rimaban con las plumas y los pumas, seres ambos con los cuales ella guardaba un enigmático parentesco. Me quedé de una pieza al verla representar a Venus saliendo de las aguas en Las aventuras del barón de Munchausen: estaba espléndida, anadiómena, botticelliniana y todos los adjetivos que quieran inventar los historiadores del arte; se adivinaba su blanca desnudez por debajo de los angelitos que la circundaban y el raso con que iban cubriéndola, y aunque la habían retocado eliminándole los granos y puliendo su soberbia nariz jónica, sin duda era ella en persona. En la prensa leí que ahora se hacía llamar Uma Thurman, que su padre no era ingeniero como yo pensaba sino profesor de filosofía budista, y que ella convivía con un hermano en un dúplex de Manhattan en el que cada mañana practicaba yoga y comía duraznos: así intuí que los vaqueros despintados y las carpetas historiadas de sementales habían pasado a la historia.

En su siguiente película, Las amistades peligrosas, Uma nos regalaba a sus devotos un tesoro duplicado: por un momento, mientras forcejeaba con monsieur de Valmont en el lecho con dosel en que ultrajaba a su marido, aparecían en la pantalla sus dos pechos, tan parecidos a esos duraznos rosados que ella devoraba en su apartamento de Manhattan. Volví a casa sin acabar de creerme el don que se me había concedido, contemplar el brioso busto de Pilar sin necesidad de espiar cerraduras ni recurrir a los servicios de un vecino vicioso, y los minutos previos a la ducha cobraron desde entonces para mí nuevos matices de placer y nostalgia. Más tarde la cosa fue mucho mejor, cuando en Henry and June, con la excusa de escenografiar las tórridas orgías que Henry Miller orquestaba con su esposa en París, Uma nos revelaba todos los secretos de su cuerpo con un desparpajo que cortaba el habla, y nos hacía soñar llenos de calor y de fiebre con esa anatomía de jaguar durmiendo desnuda bajo la seda de sus sábanas. Por entonces, yo comencé a buscar en mis novias ocasionales esa belleza de junco blando, un poco lacia, con que ella solía moverse en las películas, pero sólo lograba tristes simulacros.

Con los años, fui comprendiendo que Uma Thurman, o Pilar, no era sólo el hermoso escaparate de unas costillas bien construidas y los ribazos de carne que las rellenaban. En Jennifer 8, en que daba vida, junto con Andy García, a una violonchelista ciega que sufre el acoso de un asesino, descubrí una criatura introvertida, tierna, recogida en su música, que dejaba caer un pelo casi líquido sobre el mástil del instrumento a la vez que escrutaba el vacío. Y, por fin, choqué con quizá el verdadero enigma de Uma Thurman, su lado cóncavo, aquello que ella tenía más de nuclear y de interior y de valioso, por debajo de aquel cuerpo flexible que había añorado desde la almohada: encontré los ojos de Uma Thurman, los ojos que reinaban sobre su nariz rotunda, y esos ojos estaban llenos de promesas de energía y de abandono, como un campo de opio, y empecé a amarla más íntimamente, más seriamente, mejor.

Llegó Pulp Fiction, la escena de la peluca negra y el bailecito con John Travolta en una discoteca decorada de neones estridentes: presencié cómo de repente todo el mundo se convertía al thurmanismo, ponderaba los méritos de aquella actriz escuálida de mirada de glaciar sin conocerla realmente, y de la tierra creció, como la maleza, una legión de admiradores de un día que la aclamaban a voces, que la coronaban musa de ese nuevo género en forma de ruidoso rompecabezas que había patrocinado Tarantino con sus carnicerías. Pero sus verdaderos acólitos, los que habíamos seguido a Uma desde sus primeros balbuceos, tuvimos que esperar un poco más para verla tal y como ella era realmente: en Gattaca, la entrega de ciencia-ficción en que conocería a su segundo marido, Ethan Hawke, Uma Thurman se ceñía al prototipo de lo que sus amantes de las butacas siempre habíamos acariciado; más elegante que nunca, enfundada en un traje de caballero que la hacía parecer una de esas divas andróginas de la Alemania de entreguerras, aquella mujer lánguida y sensual derramaba sobre nosotros todos los alcoholes de sus ojos, y nos convertía, al salir del cine, en vagabundos borrachos y exhaustos. Nunca he amado tanto a Pilar como en aquella película, valiente, autónoma, bella como una fusta, resultado según el guionista de una selección genética que sólo permitía los seres más bellos y mejor acabados, inasequible.

Un amigo del instituto se casó un día de primavera y me invitó a su boda. Alguien, en el convite, me señaló la espalda de un traje de noche femenino que consistía en un triángulo y dos omóplatos, y mencionó el nombre que yo había repetido tantas veces en la soledad de mi dormitorio. Pero no, aquella mujer no era ella: el pelo miserablemente teñido con tonos de fango, las mejillas más extremas, los ojos convertidos en dos manchas de pintura pertenecían a una desconocida que eludí saludar cuando el azar de las mesas nos colocó a dos sillas de distancia. Se había casado, oí de lejos, ahora vivía en Cádiz y se dedicaba a la veterinaria. No sé a quién pertenecían esos atributos vulgares: a la noche siguiente volví a ver a Pilar, y ella también había querido casarse, pero un grupo de asesinos a sueldo lo había impedido con una balacera furiosa. Ahora se disponía a emprender su venganza con una espada samurái y un traje amarillo, y viendo cómo cortaba dulcemente cabezas y brazos me repetí que seguía igual de hermosa y que Ethan Hawke tenía que ser imbécil para poner cuernos a una maravilla como ésta.

De izquierda a derecha, Uma Thurman, en <i>Vatel, Pulp Fiction </i><b>

</b>y  <i>Kill BilI.</i>
De izquierda a derecha, Uma Thurman, en Vatel, Pulp Fiction y Kill BilI.
Uma Thurman, a su llegada al estreno en Londres de <i>Kill Bill</i> en octubre pasado.
Uma Thurman, a su llegada al estreno en Londres de Kill Bill en octubre pasado.ASSOCIATED PRESS

'Pulp girl'

Uma Karuna Thurman (Boston, 1970) -nieta del barón Karl von Schlebrugg, hija de un profesor de la Columbia University y mujer del actor Ethan Hawke- dejó a los 15 años el colegio para seguir su sueño. A los 18 ya tuvo papeles importantes en El barón de Munchausen y Johnny be good. En 1990 fue la mujer de Henry Miller en la película Henry y June, de Philip Kaufman, y el año siguiente actuó en Análisis final al lado de Richard Gere y Kim Basinger. En 1994 se produce el encuentro profesional más importante de su carrera: Quentin Tarantino la quiere para el papel de Mia en Pulp Fiction. Su actuación en la película, con el inolvidable baile con John Travolta, mereció la candidatura al Oscar y al Golden Globe como mejor actriz secundaria, y le ganó la estima y la amistad del genial director estadounidense, que quiso volver a trabajar con ella -esta vez con un papel de protagonista- para Kill Bill I y II. La nueva colaboración con Tarantino, además de un notable éxito de público, garantizó a la Thurman otra candidatura al Golden Globe. Entre las demás películas protagonizadas por la actriz estadounidense destacan Batman & Robin (1997), de Joel Schumacher, La copa de oro (2000), de James Ivory, Vatel (2000), de Roland Joffé y Los muros de Chelsea (2001), dirigida por su marido Ethan Hawke.

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