Un ataque de angustia
Aguardaba los resultados de una radiografía de tórax que me acababan de hacer, cuando tropecé en la última página del periódico con esta foto. Como suelo ponerme en lo peor, había decidido ya que estaba muerto y no esperaba del médico otra cosa que el certificado de defunción. No estaba dispuesto a abandonar la consulta sin ese certificado porque sé lo que es presentarse en Hacienda sin el carné de identidad. Y es que yo no creo que la muerte sea un túnel de luz ni nada de eso, sino un laberinto de pasillos con muchos negociados y con ascensores para las plantas pares y para las impares, como los del Ministerio de Hacienda. En cuanto a las ventanillas del más allá, tampoco creo que estén para solucionarte la vida (la muerte, en este caso), sino para señalarte tus carencias: le faltan tres pólizas; se ha equivocado de impreso; esa gestión se hace los lunes; tiene que venir con su esposa (esto último se lo dijeron hace poco a un viudo reciente, que me lo contó entre lágrimas)... Si pensaban que me iban a hacer volver a por el certificado de defunción estaban listos.
Mientras daba vueltas a estas ideas enfermizas, leía la crónica que acompañaba a la foto. La pieza procedía de una exposición itinerante llamada Mundos corporales, que se había paseado con enorme éxito por Alemania, Japón, Ruino Unido y Bélgica entre otros lugares civilizados. Su atractivo principal residía en el hecho de que los cadáveres o pedazos de cadáveres que la componían eran de verdad. Un tal Gunther von Hagens había encontrado el modo de plastificarlos para quitarles morbidez sin restarles naturalismo. Los cuerpos, según la crónica, procedían de un mercado negro que también traficaba con fetos y despojos en general. A la gente le volvía loca verse por dentro, quizá para confirmar que somos todavía más raros que por fuera. No hay ningún otro ser en la naturaleza que sienta respecto a sí mismo la extrañeza que experimentamos nosotros respecto a nuestros órganos. Da igual que llevemos desde Adán y Eva dentro del mismo cuerpo: por el modo en que lo observan las dos mujeres que aparecen junto al jugador de baloncesto con las gónadas al aire, da la impresión de que acabáramos de estrenarlo.
En esto, me llamaron, así que me levanté lívido y silencioso, como un difunto bien educado, y entré en la consulta. El doctor había colocado la radiografía sobre una pantalla de luz y la observaba con la misma atención con la que las chicas de la fotografía observan al cadáver desollado del balón. Al cabo de una eternidad de cuatro segundos me dijo que no tenía nada. "¿Y este dolor continuo?", pregunté asombrado. "Puede ser angustia", dijo el médico, "pero la angustia no sale en la radiografía".
Abandoné la consulta aliviado, pero también algo decepcionado. Era una suerte continuar vivo, desde luego, aunque ello significara que debía retomar la idea abrasadora de escribir una obra maestra. Estar muerto, por otra parte, tenía sus peligros, sobre todo si caías en las manos de Von Hagens y te convertía en su obra maestra. No quiero ni pensar que me hubiera plastificado con el sistema linfático al aire, en actitud de escribir el Quijote, y de fondo, como decorado, las obras completas de la familia Aznar encuadernadas con mi piel.
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