Marrasquino Mar: adiós al barniz
Existe un atavismo en los propietarios de locales de restauración que les impele (parece que de forma irresistible) a intentar dotar a sus locales con los oropeles que proporciona la madera vista y bien torneada. Todo el lujo y el poder intuyen que se reconoce en las curvas de las sillas, en las barnizadas barras que dan paso al comedor o en los paneles de boisserie que tapizan las paredes, acogiendo las más de las veces infumables óleos que predisponen a concentrar la vista sobre el plato so pena de caer fulminados por la marina turbadora o el famélico bodegón.
En unos momentos en que el destino de un plato se dilucida tanto por sus propiedades gustativas como por la estética de su composición, y ésta última tiende hacia el mínimal, el recargamiento del local en aras de las pretendidas armonía y calidez choca con aquellos modernismos, generando una contradicción que deja en mantillas a las que decían crecen con el capitalismo.
"Existe la posibilidad de comer a la luz del sol y de la luna, arrullados por las olas"
Lo antedicho se produce en el campo y la ciudad, en el monte y en el llano, y de manera indubitada en la costa, donde parece a los restauradores obligatorio coordinar el sabor de los mariscos y paellas con el roble y el iroko.
Por eso, cuando se encuentra un local en las antípodas de esos criterios trasnochados, se produce un sobresalto de placer y se busca comprobar (con renovados bríos) si el contenido se asemeja al continente y la cocina mantiene la frescura que nos ha procurado el entorno. Tomemos como ejemplo de lo que venimos diciendo a Marrasquino Mar, que en la playa de Pinedo ha decidido romper con el patrón decorativo de los de su entorno y nos presenta en su mobiliario las creaciones de Philippe Stark o de Andreu World junto con las de Vitra o Guccini, y que sustituye la ominosa cava de vinos habitual en el extremo sur de la cocina por otra con gran cristalera y acondicionada en temperatura y humedad, como demandan los tiempos y el principio de conservación de las añadas, a la vista del público -o bajo su protección-.
Como a los vinos, en pleno verano, nos gusta que nos conserven dentro de una urna de madera y cristal, con el aire acondicionado que nos enfría y evita la humedad, pero también existe la posibilidad de comer (y de cenar) a la luz del sol y de la luna, arrullados por las olas, si la cercana carretera respeta nuestro silencio y los mosquitos nuestros tobillos, en la aneja terraza del local, o de terminar la velada con la copa y el puro sin molestar al contrario o al vecino.
Para comer pedimos que nos recomienden, ya que el mercado se impone en todos los momentos, y Nacho Falomir, y su mujer Fernanda, que están a cargo del restaurante nos ofertan algunos de los fijos en la carta, como los clásicos variados de fritura o las cigalas y quisquillas -lástima que se presenten tan aguadas-, o bien nos adentran en las mezclas novedosas como el salteado de chipirones con setas sobre patatas panadera, o unos revueltos de Boletus edulis y trufa sobre pasta bric, el carpaccio de gambas con vinagreta de tomate pera y jengibre o el milhojas de verduras con anchoas. Y para terminar, como buen restaurante playero que es, pese a la distorsionada imagen que ofrece sobre sus mayores en edad, deberemos someternos al rigor de los arroces, sea el de marisco pelado, sea el de rape con cigalas, o aquel que casi olvidamos, tan característico de la zona, el de carranc, con el extraordinario sabor que le prestan los cangrejos recogidos otrora en las cercanas rocas, y ahora (lamentamos suponer) adquiridos en el mercado y portadores de una DO desconocida. ¡Qué briosos aquellos que se comían en las cercanas poblaciones hasta hace pocos años! Sobre todo si los adornábamos con una pizca (o dos) de picante que elevaba los sabores sin perjudicar al conjunto.
Marrasquino Mar. Camino Montañares, 161. Pinedo (Valencia). Teléfono: 963 24 83 45
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