Batallas
Hay una propensión humana a celebrar las victorias, y el caso del alzamiento de Varsovia es excepcional, gran derrota heroica: unos cientos de polacos desamparados contra los alemanes de Hitler en agosto de 1944, hace 60 años, 150.000 muertos en un mes. Lo normal es conmemorar triunfos: la batalla de Bailén en julio de 1808, o la conquista de Málaga en agosto de 1487, por ejemplo. También hemos recordado mucho la toma de Gibraltar el 4 de agosto de 1704, episodio de una guerra europea disfrazada de guerra civil española, Francia borbona contra la alianza de Inglaterra, Holanda, Austria, Prusia, Hannover y el Imperio, un verdadera superproducción.
Pero hay algo desenfocado en la actual euforia británico-gibraltareña: la proximidad, a un par de kilómetros, de los descendientes de los gibraltareños de 1704, desalojados de sus casas en uno de esos movimientos forzosos que provoca la violencia bélica, herramienta habitual de la política entre naciones. Antonio Domínguez Ortiz ha contado cómo en la colonización posterior a 1704 llegaron a Gibraltar más ingleses y holandeses, irlandeses, escoceses, genoveses, catalanes, napolitanos, mallorquines, valencianos, moros y judíos, a pesar de que el Tratado de Utrecht, por exigencia de la católica España, comprometía a los británicos a prohibir la presencia de judíos en la plaza tomada. Los británicos no cumplieron, gracias a Dios.
Habrá más celebraciones este mes, agosto atómico, mes de Hiroshima. La feria de Málaga recuerda entre el olvido general la conquista de la ciudad en 1487, cuando, después de una defensa total y hazañosa, los malagueños de entonces, mandados por Hamet el Zegrí, se ganaron la admiración de los cronistas enemigos por pelear "como personas de España", es decir, heroicamente. Largamente asediados, bombardeados desde mar y tierra con artillería pesada, no pudieron evitar que el pendón de Castilla ondeara en Gibralfaro el 18 de agosto de 1487. Tendremos fiestas la semana que viene.
El mes pasado conmemoraron en Bailén la victoria del general Castaños, al frente de fuerzas de Granada y Sevilla, contra el francés Dupont, el 19 de julio de 1808 (los amigos de España serían entonces los ingleses, contra Francia: otra guerra mundial disfrazada de guerra española). El Ayuntamiento y el Ejército acudieron, según la tradición, a un templo católico para celebrar la batalla: por mucho que la Constitución diga que España no tiene religión oficial, los curas siguen bendiciendo las conmemoraciones cívicas. Pero en Bailén al párroco se le ocurrió hablar de paz y, con histrionismo pedagógico o piadosa insolencia, sacó una escoba e invitó a las autoridades a barrer las guerras del mundo.
Irritó a los soldados. Irritó a los políticos municipales, que han votado la reprobación del párroco, signifique esto lo que signifique, pobre párroco réprobo, al borde del destierro. Quieren que el obispo lo desaloje de Bailén. Hay entre la gente católica, o de instinto católico, un admirable empeño en que sus particulares ideas sean acatadas universalmente, y los papistas de Bailén se extrañan de que el párroco no obedezca al alcalde y al capitán lo mismo que al papa pacifista de Roma.
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