¿Cómo aceptar la ausencia de lo perdido?
Después de leer sobre el amor, Marta recordó a su abuela. Nunca nadie la había querido así, con tanta entrega, con tamaña incondicionalidad, con semejante presencia. Alguna vez había leído que el amor de un abuelo es aún más puro que el de un padre, porque está despojado del rol de educador y de guía obligado: el amor de un abuelo es el que se define por la posibilidad de consentir, decía la nota, y ella estuvo de acuerdo. Sin embargo, después de la alegría del recuerdo, una enorme tristeza la invadió por completo. Le asaltaron unas enormes ganas de llorar y no pudo pensar en otra cosa que no fuera su dolor por la ausencia de su amada abuela.
Al llegar a su cuarto tipeó en el ordenador:
Elaborar el duelo es conseguir que ni siquiera el dolor nos impida separarnos de lo que quedó atrás. Y no hablo de olvidar sino de seguir adelante
DUELOS
Como su nombre indica, los duelos "duelen". Y no es enfermizo que así sea. El dolor es parte del proceso de elaboración de una pérdida, sea ésta importante o banal. Elaborar significa dar un paso adelante en la aceptación de la ausencia de lo perdido y es condición indispensable para avanzar en nuestras vidas.
Podemos estructurar un pasar sin demasiados logros, si nos ocupamos de ello, pero con todo nuestro esfuerzo nunca seríamos capaces de evitar que nos conmuevan algunas pérdidas.
En todo caso, la salud incluye el aprender a ser capaces de vivir el proceso de superación y duelo frente a una pérdida. Sea una muerte, un cambio importante en nuestra forma de vida, un divorcio, una enfermedad o un hecho tan natural como el envejecer.
Elaborar el duelo consiste en conseguir que ni siquiera el dolor nos impida separarnos de lo que quedó atrás. Y no hablo aquí de olvidar, sino de seguir adelante. Un trabajo personal y único, íntimamente ligado al desarrollo en nuestro interior, a nuestro modo y en nuestros tiempos, de la capacidad de rescatar aquello de bueno que eso, que ya no está, dejó en nosotros y recordarlo con alegría y gratitud.
Cuentan que había una vez un señor que padecía por lo peor que le puede pasar a un ser humano: un hijo suyo había muerto. Desde su accidente y su muerte ocurrida hacía años no podía dormir. Lloraba y lloraba hasta que amanecía.
Un día, cuenta el cuento, aparece un ángel en su sueño y le dice:
-Basta ya.
-Es que no puedo soportar la idea de no verlo nunca más.
El ángel le dice:
-¿Lo quieres ver?
Y sin esperar respuesta le tiende la mano y lo sube al cielo.
-Ahora lo vas a ver, quédate aquí.
Por una acera enorme empiezan a pasar decenas y centenares de niños. Miles de chicos vestidos como angelitos, con alitas blancas y una vela encendida entre las manos.
El hombre dice:
-¿Quiénes son?
Y el ángel le responde:
-Estos son todos los chicos que han muerto en estos años y todos los días hacen este paseo con nosotros, porque son puros...
-¿Mi hijo está entre ellos?
-Sí, ahora lo vas a ver.
Y pasan cientos y cientos de niños.
-Ahí viene -avisa el ángel.
Y el hombre lo ve. Radiante, como lo recordaba.
Pero hay algo que lo conmueve: entre todos es el único que lleva su vela apagada.
El padre siente una enorme pena y una terrible congoja por su hijo.
En ese momento el chico lo ve, viene corriendo y se abraza a él. El hombre lo aprieta con fuerza y pregunta:
-Hijo, ¿por qué tu vela no tiene luz? ¿No encienden tu vela como a los demás?
-Sí, claro, papá; cada mañana encienden mi vela igual que la de todos, pero ¿sabes lo que pasa?, cada noche tus lágrimas apagan la mía. Deja de llorarme, papá...
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