La cámara interior de Alberto García-Alix
La calle y la gente es el motor de su arte. De eso les habló ayer el fotógrafo a los alumnos del taller que imparte esta semana en El Escorial. Ahora vive en París, donde busca nuevos lenguajes.
Un mal día Alberto García-Alix se vio obligado a cambiar de vida: repartió sus cosas entre los amigos, devolvió la llave al casero y arrancó su moto. De haber podido elegir, quién sabe, igual hubiera ido a México, pero su hígado necesitaba un tratamiento drástico y acabó en París. Fue una "huida" al exterior que le condujo a un viaje interior en el que se siente cómodo. Hace sólo un año y medio que se instaló en una casa de la Rue Chapelle, sus cámaras de fotos siempre cerca, y hoy está cargado de trabajos en marcha. Busca "lenguajes narrativos": prepara un vídeo para la bienal de Sevilla, le espera una exposición en noviembre en París, está culminando el proyecto de una revista con un amigo de Vigo y anda liado con una película "larga" y un libro. "Me gusta el papel, disfruto mucho haciendo los guiones".
Su llegada a la capital francesa no fue fácil, pasaron tres meses "duros" a cuenta del hígado que no le dejaron ganas ni fuerzas para levantarse de la cama. Y ahora, "por primera vez", ha encontrado tiempo "para dedicarlo al trabajo". Se ríe a gusto: "¡Qué cosas tiene la vida!". La salud le ha dado una tregua y se ha instalado cómodamente en París: "La cámara de fotos me protege, me la llevo a la cara y soy como un cíclope", dice. Ha dado fin a la mala vida, pero sigue siendo el señor de los amaneceres. "Siempre acabo igual". Ayer mismo, una tormenta le sorprendió en El Escorial a las cinco de la mañana, se tiró de la cama, "qué pereza", y cogió la cámara. "Estuve subido en la ventana, mojándome, viendo aquel espectáculo de rayos que caían, ganándome un resbalón, y no pillé ni un rayo". Se lo cuenta a la quincena de alumnos que tiene en su taller de verano de la Universidad Complutense. "Pero hay que coger la cámara y tirar fotos, es la única forma de aprender, el Espíritu Santo no viene por las noches a enseñarte", les dice. Y enciende otro cigarrillo.
Así empezó él, sacando fotos a sus amigos, a la gente que le rodeaba, gritando cualquier cosa en la calle para captar la imagen de los peatones que se volvían sorprendidos. Calle y gente parecen ser el motor de su arte. Ese "contacto con los otros" que con tanta abundancia le ha proporcionado París a pesar de no saber francés. "Allí tengo amigos, trabajo con las galerías, pero lo más impresionante es el color de esa ciudad y los encuentros que facilita. Mi barrio es como Cuatro Caminos a lo salvaje. Hay gente de todos lados, chinos, árabes, indios. Me siento muy cómodo allí".
Ahora ha vuelto a Madrid por unos días. Está ilusionado con el taller de fotografía. "Se aprende mucho y es halagador el reconocimiento de la gente". Se pasea entre sus alumnos mientras explica con la voz gastada de tabaco; hace unos silencios enormes, deja preguntas en el aire, pretende que todos vean lo que a su mirada no se le escapa ni por el rabillo del ojo. Y les explica su peculiar relación con la fotografía: "Yo me expreso con el blanco y negro, aprendí con eso, es como si haces el gazpacho que te enseñó tu madre. Ahora lo hacen con fresas, y estará igual de bueno, pero...". "La asignatura pendiente del fotógrafo es saber pedir lo que quiere en ese enfrentamiento en corto con el otro. Pero no siempre se puede. Imagínate que tienes que retratar a Aznar, pues le puedes pedir que coja la revista Penthouse, y puede que lo hiciera, pero ¿quién se lo dice?".
Cuando García-Alix coge la cámara, el "anarquista" y "disperso" que es se transforma en un observador presionado. "La cámara te obliga a observar, que es algo que yo no hago normalmente, me veo obligado a mirar y a tomar decisiones. Las primeras fotos que uno hace siempre son planos largos, cuando revelaba me daba cuenta de que me había quedado lejos; luego vas acortando el plano, ese es el más difícil, ahí no hay escape posible".
El artista trata de animar a sus alumnos, es el primer día, les ve cortados, tímidos, les hace bromas. Y a pesar de su facilidad para conectar con la gente, a él también se le nota la timidez. "La atmósfera de las fotos siempre es interior, es lo que he aprendido con este oficio". "Hago lo que me gusta, eso es una suerte, con la cámara no pagas psicoanalista, eso que te ahorras". A él, lo dice sin ambages, la fotografía le ha librado "de estar en una oficina o de ir a la cárcel".
Los estudiantes del taller buscan el método del maestro, pero García-Alix no tiene mucho que contarles sobre eso. "No planeo mis fotografías, me dejo influir por lo que veo en el momento, no puedo preparar nada la noche de antes porque no puedo saber qué ropa tendrá la persona a la que tengo que retratar, ni qué luz habrá en el sitio. Al final, todo lo preparado habría sido tiempo perdido". ¿Ni siquiera cuando sabe que tiene, por ejemplo, un fondo blanco?, pregunta un alumno. "¿Un fondo blanco? Eso es una inmensa gama de grises", responde.
Cuando él mira a través del visor siente "ese miedo escénico del que hablan en el Real Madrid": "Cada año me pesan más las cámaras, y cuantas más fotos tiro, más todavía. Son de granito. Hay que estar muy fuerte psicológicamente". Y no siempre ha sido así. Ahora se le ve pasando un buen momento, en lo personal y en lo profesional, pero con la fotografía se exige un esfuerzo especial: "Tienes la experiencia, pero no quieres repetirte. La presión es infinita. La cámara también duele, se está siempre en un ejercicio constante de búsqueda".
García-Alix ha pasado su travesía del desierto metido en una cama de París, soportando los latigazos de la química con el apoyo y los cuidados de su ayudante y arropado por sus amigos vía Internet. "Creo que me he hecho mejor y mi trabajo ha evolucionado", susurra. "Se puede vivir sin beber, creo que tomé la decisión que tenía que tomar, pero porque me vi obligado, eh, que si no, todavía estaría agarrado a la botella", bromea.
Ahora no quiere hacer planes. ¿Volver a Madrid? No por ahora. "Yo estoy bien en cualquier sitio, pero siempre me he sentido muy madrileño, mucho". Grita un "¡hala Madrid!" y vuelve a reír mientras se acaba la segunda ración de crema catalana.
Marcas que no se borran
Si se fotografía a Alberto García-Alix (León, 1956) se obtiene una mezcla perfecta entre Enrique San Francisco y James Dean. Si uno cierra los ojos y le oye hablar, ve al primero; cuando pasea indolente jugueteando con el mechero, el que mira se traslada al Este del Edén. La movida madrileña no le ha abandonado y en el pelo, con canas ya, todavía se escucha el viento salvaje de una carrera en moto. Han pasado los años, pero su aspecto no hace concesiones a los usos y costumbres establecidos, entre otras cosas, porque hay marcas que no se borran. Todo él es un tatuaje que se escapa por los puños, por el cuello y por el pecho desabrochado de la camisa blanca. Blanca, sí, pero con alamares: el canesú hace curvilíneas y también los puños de botones alargados; por la espalda, el pespunte se entretiene dibujando arcos de herradura. Un cinturón de cuero viejo recoge el pantalón vaquero de mil usos con los bajos remangados, que deja ver los zapatos blancos. Y una cadena de proporciones considerables amarra a la cinturilla del pantalón la cartera gastada que lleva en el bolsillo trasero; para que no se pierda. Y así, con la cadena describiendo una hipérbola sobre el vaquero, se pasea entre sus alumnos. Si mira hacia la izquierda se descubre la tela de araña que tiene tatuada en el cuello, y algo más arriba, los cuatro ¿cinco? aretes de sólida plata que le perforan la oreja derecha. Hace esfuerzos para no fumar mucho, pero al cabo de la mañana los pitillos caen en cascada.
Los años no pasan en balde y se mira el pelo cárdeno y recuerda cuando las fotos mostraban al rebelde sin canas y con patillas. Las patillas, aún las conserva. Y la cicatriz de su cara. Y, claro, los tatuajes. "Ya no lo pienso; total, no me los puedo quitar".
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