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Columna
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El verano y el matrimonio

El verano, que constituye la estación donde el amor se enardece y los cuerpos se exponen manifiestamente, posee distinto sabor si se vive de soltero o de casado. Puede parecer una trivialidad pero se trata de una tesitura tan engañosamente formal como profunda. Otras estaciones se prestan al noviazgo o al matrimonio indistintamente, pero el verano es propio de una relación sin compromiso y la fluencia amorosa choca con la figura estabilizada de marido y mujer. Solamente aludir al vínculo de la conyugalidad y la verbena estival se anubla.

Que el mayor número de bodas se celebre un poco antes o un poco después de agosto se explica porque precisamente de ese modo se enmascara bajo el bronceado, embellecedor y saludable de los cuerpos contrayentes, la implícita limitación que acarreará la boda, especialmente para él.

En Nuestra Ciudad de Thorton Wilder, cuando al protagonista le faltan unos minutos para la ceremonia nupcial, se abraza a su madre y dice: "¡Yo no quiero dejar de ser un muchacho!". Eran otros tiempos, no cabe duda. Pero ¿qué duda cabe que esa emoción dista de la que tradicionalmente ha sentido la novia, emperifollada, maquillada, nerviosísima y central hasta el momento del sí; para adentrarse después en la gozosa misión de ser legítima y bendita?

Las cosas han cambiado mucho, pero no han cambiado del todo. El matrimonio, como indica la palabra, fue cosa principal de la mujer, mientras el patrimonio parecía cosa de los hombres. Ahora lo segundo es mucho menos verdad. Matrimoniarse ponía a los hombres tan tristes interiormente que las despedidas de solteros fueron siempre un asustado y fatal adiós a la libertad. Habrá excepciones, naturalmente, pero las despedidas de solteras todavía discurren como versiones grotescas de las despedidas masculinas y presentan, por el contrario, un contenido asimilable a las inauguraciones inmediatas o a conquistas logradas al fin.

Si las bodas abundan en las semanas anteriores e inmediatamente posteriores a agosto es asunto relativo al look erótico pero también para casarse protegidos por una película solar que encubre las rutinas de la futura luz doméstica, los abrigos, los eczemas, los estornudos o el clamoxil. La gente escoge el momento en que disfruta su mejor aspecto porque acaso de no hacerlo entonces les costaría mucho más a alguno de ellos y la fiesta resultaría menos lucida. El tiempo veraniego concede optimismo y una irresponsabilidad propicia al jolgorio al aire libre y los actos de la vacación fugaz. Todo lo contrario al invierno, cargado de tiempo interminable y enfermedades contrarias a la lubricidad.

Con todo esto, resulta altamente extraño que los colectivos gay, símbolo de fiesta, libertad y cambio de parejas, deseen casarse. Los queers (raritos) -la especie sexual de lesbianas que se acuestan con hombres, pushy femmes, ladies in tuxedoes o bujarrones- acusan a estos homosexuales de integrados o de traidores. Lo ajustado a los presentes tiempos de libertad individual sería no firmar nada, y menos en cuestiones tan cambiadizas o proclives a devenir en desgana como sería la repetición sexual.

Pero si los gay desean la boda, alguna razón tendrán. ¿No será ésta, sin embargo, la de vivir otra experiencia y recorrer también el arco de la legalidad? Precisamente esto último sería suficiente para que a la jerarquía eclesiástica no se la llevaran los demonios. Porque tener a los homosexuales dentro del círculo del matrimonio oficial sería la fórmula más directa y sencilla para acabar con su excentricidad. El matrimonio normaliza y ordena, según la conspicua convención tradicional. Pero si se trata de acabar con el homosexualismo, el matrimonio, llegado el caso, también intoxica, enloquece y lleva a matar o escarmentar. ¿Qué más podría desear pues el arzobispo Julián Barrio ante el apóstol Santiago y con treinta y ocho grados al sol?

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