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Columna
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Casa de artista

Vicente Molina Foix

Las casas de los grandes poetas, pintores o músicos son igual de sórdidas o confortables que las del resto de los mortales. En algunos países existe el culto de visitarlas, y la gente paga por ver el peine de Coleridge, las chancletas de Victor Hugo, el bric-à-brac náutico de Neruda en Isla Negra. A mí me producen repelús o tedio. De la de Goya en Burdeos me acuerdo sobre todo del orinal bajo la estrecha cama, y de la de Henry James en el pueblecito costero de Rye algo que ni siquiera el maestro pudo perfeccionar: las vistas del mar crespo desde los ventanales del salón. No estoy muy al tanto, por esa desafección mía, pero creo que en Madrid no hay grandes circuitos establecidos, aunque el Ayuntamiento sí pone placas en los edificios donde vivieron García Lorca y Juan Ramón o murieron Azorín y Onetti. El mitómano se puede consolar viendo la fachada tras la que el genio estuvo un día escondido.

Hay sin embargo una casa de artista en Madrid que me emociona, ahora que está derrelicta y antes, cuando yo la visitaba semanalmente en su apogeo. Situada en la Colonia del Parque Metropolitano lindante con la Ciudad Universitaria, se alza en una callecita llamada de siempre Wellingtonia (no por el lord inglés sino por el árbol), que su ilustre morador, Vicente Aleixandre, rebautizó para quitarle humos como Velintonia. Las autoridades de la época en que el poeta ganó el Nobel le visitaron -del rey abajo, todos- allí mismo, le festejaron, y hasta creyeron honrarle poniéndole a Velintonia el nombre de "calle de Vicente Aleixandre", que aún lleva. Ver la casa por fuera, como yo hice el martes pasado, da angustia. La zona no ha cambiado gran cosa desde que Joan Perucho, que en los años 1940 vivió en una cercana residencia de estudiantes y solía visitar a su admirado vecino, la describió como un barrio de chalés en un gran declive "sobre el fondo azulado de la sierra del Guadarrama". A los colegios mayores se ha sumado alguna clínica, y no pocos de los chalés son hoy sede de insondables agrupaciones católicas, pero en el número tres de la antigua Velintonia el único rastro de quien allí habitó hasta su muerte en 1984 es una placa casi tan fea como la estatua del autor de Espadas como labios al final de Reina Victoria.

Se trata de un edificio de dos alturas y amplio jardín; Vicente y su hermana Conchita ocupaban la planta de calle, alquilando el piso superior, que, según ciertos indicios, quizá siga con inquilinos. El abandono de la vivienda del poeta es, por el contrario, total, aunque no creo que irremediable. Una cadena y un candado nada imponentes cierran la portezuela de la verja, que fue y puede seguir siendo saltada sin necesidad de pértiga. Mendigos y okupas la hicieron no hace mucho refugio de veladas tal vez no literalmente poéticas: hubo fogatas en la antigua sala de recibir, y alguien vio entre los cartones vacíos de vino y las colillas el bonito atril de lectura que usaba Aleixandre. La maleza tapa el sendero que conducía desde la puerta principal hasta el jardincillo de atrás, donde el poeta pasaba muchas horas leyendo y charlando con sus amigos entre las zalamerías de sus sucesivos perros llamados siempre Sirio. ¿Qué destino le espera a este lugar no especialmente hermoso pero aún lleno de presencia y memoria?

Ya lo he dicho: no practico la devoción a los santos lugares donde un artista pasó unos años buscando inspiración, sentándose cada mañana en la misma taza y saliendo al balcón a tomar el fresco. Los cuadros y los libros son la verdadera casa que todos heredamos del gran pintor o la gran novelista, y en sus páginas y lienzos se vive estupendamente sin necesidad de pasar un dedo estremecido por el cerco de roña de una palangana romántica. Pero en Velintonia 3 había biblioteca, papeles y cuadros, y las personas, tanto familiares lejanos como amigos íntimos de Vicente que según parece heredaron y los custodian, siguen vivas. ¿No habrá nadie, ahora que tantos artistas aún pimpantes encabezan una fundación en su ciudad natal, que quiera preservar el legado material y la buena sombra del paraíso literario y humano que durante más de 40 años floreció en esa casa de Aleixandre? Ningún sitio mejor para albergarlos que las habitaciones de persianas verdes ahora siempre bajadas y en otro tiempo abiertas al mejor de los mundos posibles.

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