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Columna
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Calor

A mí esto del calor me da mucho susto: empiezo a pensar a la manera de quinientos años atrás y me digo que estas monstruosidades meteorológicas -52 grados en la glorieta del Cid de Sevilla, y yo que creía que estaba vacunado contra los espantos de la temperatura- no pueden ser sino síntomas, avisos o premoniciones de un mal mayor, de que se prepara una catástrofe de consecuencias desastrosas para la humanidad: tanto calor sólo puede querer decir que el infierno, donde no hay aire acondicionado, se aproxima cada vez más a nosotros y sube y sube desde el subsuelo. Los noticiarios, atónitos ante el testimonio de los termómetros, repiten tarde a tarde las mismas cifras, en una especie de carrera ascendente, compitiendo por ver quién aporta la cantidad más alta; se exhiben las mismas imágenes de turistas derretidos, gentes extraviadas que no comprenden por qué les hacen esto si han venido aquí a gastarse el dinero y gozar del estilo de vida andaluz, que les han dicho que es saludable y desahogado a la par. Quién puede tener ganas de contemplar monumentos con el sol en la coronilla, convirtiendo el cráneo en la tapadera de una olla a presión; quién puede atreverse a colocar un pie en el umbral de casa si corre el riesgo de quedar reducido a ceniza, como un vampiro sorprendido por el amanecer: algo tan sencillo como respirar se está volviendo muy trabajoso en el sur. Porque por detrás de toda esta algarada mediática y de las zonas de emergencia está la gente, la gente de a pie que ha desaparecido de las calles, que habla a media voz para no cansarse y piensa con temor mal reprimido en el mañana: qué haremos si el mercurio sigue reptando, si le ha dado por convertirse en alpinista, si quiere coronar esa cumbre de la que puede depender la extinción de todos nosotros. Las noches son reducidas y estrechas, y uno tiene la impresión de estar prisionero en un cofre, de viajar en la bodega de un paquebote que nunca llega a su destino.

El miedo me asalta cuando recuerdo uno de mis viejos tebeos de Tintín en que sucedía algo parecido: noches y días de una torridez insufrible, que sacaba de las casas a hombres en mangas de camisa a punto de convertirse en charcos y volvía superfluas las provisiones de agua caliente en los termostatos. En una de las viñetas, Tintín y Milú se ven imposibilitados para alcanzar la acera opuesta de una calle porque los pies se les quedan adheridos a la calzada: las temperaturas son tan altas que el alquitrán se ha licuado, convirtiéndose en un chicle negro y pastoso... En aquella historia, la atrocidad climática venía motivada por una estrella que se acercaba a la Tierra con todos sus hornos encendidos, lo que hacía a una caterva de sabios despavoridos pronosticar el próximo fin del mundo. Yo repito que estos calores preternaturales (que diría Lovecraft) registrados últimamente en Sevilla no pueden ser presagio de nada bueno, y a cada tanto palpo el asfalto con la babucha para ver si no se ha vuelto papilla, o estudio desconfiado el cielo, en busca de un lucero nuevo que aporte la solución al enigma. Sea como sea, sólo queda rogar que pase pronto, o de lo contrario los que carecemos de aire acondicionado tendremos que acabar por suplicar asilo humanitario en unos grandes almacenes.

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