Territorio infinito
No sólo recordamos para revivir el pasado, sino para sobrevivir en el presente. La memoria es un mundo paralelo a nuestras vidas cada vez más amplio y necesario. Los días van ganando fronteras para un territorio que se va poblando de seres queridos, de amigos, familiares, o simplemente de sonrisas o playas a las que jamás regresaremos. Ese espacio inmenso y rico no nos necesita, palpita sin nosotros, sin nuestras puntuales visitas a través del recuerdo. Allí los amados transitan sin esfuerzo, sin dolor, siguen existiendo en sus mejores versiones, como nuestro cariño y añoranza les dibujan. Nosotros, en cambio, habitamos frágiles y heridos de ausencias esta realidad fútil que se envilece a medida que la abandonan los seres cercanos y crece la sensación de estar solos. La dimensión de los desaparecidos se torna cada día más familiar, ya no sólo a medida que envejecemos, sino también a medida que nos aproximamos a ella.
Hasta septiembre se exhibe en La Casa Encendida una exposición titulada Álbum familiar, donde se presentan 200 fotografías tomadas entre 1839 y 1939. Tanto los fotógrafos como los retratados son anónimos, gentes que inmortalizaron momentos o personas íntimamente trascendentes. La mayoría de los personajes que sonríen en los veranos, posan junto a sus coches o lucen ufanos sus uniformes, ya no están. Miran aún desde sus ventanas de papel y desprenden una emocionante melancolía que los resucita tan importantes, tan esenciales y tan deseados que nos sobrepasan. Es entonces, en ese ejercicio de reavivación, cuando comprendemos que son superiores, más presentes y condicionantes que los vivos porque no existe sentencia más rotunda que la mortalidad, mayor encumbramiento que la desaparición.
La vida se nos muestra ínfima ante el aquilatamiento de la muerte, el amor a los vivos se licua ante la sólida veneración a los muertos. Se devalúa nuestra existencia cuando se compara con el pasado, tanto con el propio tatuado en una foto donde presentamos siempre una versión optimista y rejuvenecida, como con el ajeno e irrecuperable donde están los familiares que se llevaron con ellos el espacio y tiempo donde ser perfectamente felices.
El verano es el tiempo en el que hacemos más fotos. Posaremos estos meses ante monumentos de piedra, frente a fuentes o junto a amigos improvisados que no volveremos a ver. Creemos estar retratando el presente cuando, en realidad, en el momento de apretar el botón de la cámara congelamos el pasado. Confiamos en que esas postales nos acompañen durante el resto de nuestra vida, para recordarnos y recordar a la gente de nuestro entorno que estuvimos allí, que apresamos el instante, que fuimos alguien. Sin comprender que seremos verdaderamente importantes cuando ya no paseemos por esta realidad y nuestro recuerdo proporcione a los vivos esa nostalgia que desalma pero, a la vez, se convierte en una ventana al territorio salvador de la memoria.
Observando las fotos de La Casa Encendida o las propias donde hay gente que ya no está se pone en cuestión el valor de la vida, se nos revela su sobreestimación. Parece ingenuo y desaforado nuestro empeño en subsistir y perdurar a toda costa en esta isla de presente sin comprender que los que zarparon al océano de la memoria no están tan lejos ni disfrutan de una realidad más devaluada o prescindible. A ambos frentes de las instantáneas oxidadas se abren espacios de vida que se necesitan entre sí, el pasado y el presente, apenas separados por una lámina de papel, por un latido que acierta en su pulso o se silencia para siempre.
A pesar de que el presente es sólo la llama sobre la mecha, impera la inercia de supervivencia. El reclamo de la felicidad como premio a los días es el motor básico e irrenunciable de la vida. Pero vivir no sólo sirve para estar en la vida, sino también en la muerte. Para que en el futuro tu existencia ya agotada insufle vida o deseo de ser memoria. Hagamos fotos este verano.
Fabriquemos postales sin pensar en las lindes de los tiempos, en si acabarán en una exposición o bajo el fuego de una chimenea. Resignémonos con alegría a compartir la realidad con la gente amada que aún está aquí, disfrutemos con la pena insalvable de no abarcar los siglos y a sus pasajeros añorados, esos con quien nos seguiremos queriendo siempre en el territorio infinito del recuerdo.
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