El inteligente narcisismo de Ute Lemper
Una decena de canciones servidas durante poco más de hora y media de concierto bastaron a Ute Lemper para meterse en el bolsillo al público del Festival de Peralada (Girona). La cantante alemana presentó anteanoche un recorrido en forma de viaje por su repertorio tradicional, que transita del inexcusable Kurt Weill a los estadounidenses Tom Waits y Elvis Costello. Distintas ciudades del mundo -París, Berlín, Nueva York, Moscú, incluso Peralada, graciosamente incluida en uno de sus temas- conformaron un itinerario ecléctico en el que la cantante desplegó sus piruetas dramáticas y vocales.
Las condiciones estructurales no eran las mejores; el gran escenario del auditorio al aire libre del festival es un recinto aceptable para los conciertos sinfónicos y las representaciones operísticas, pero inadecuado para albergar una formación de cuarteto vocal y solista que precisa un mayor grado de intimidad y proximidad al público. Lemper permaneció demasiado alejada de los espectadores, que difícilmente pudieron apreciar sus siempre sugerentes gesticulaciones canoras y alguno de sus inimitables giros dramáticos. Al inconveniente escénico se le agregó una iluminación bastante poco elaborada y estática, a lo que cabe añadir una amplificación sonora bastante tosca, que marginó el sonido de bajo y voz, dejando al cuarteto instrumental un tanto descompensado.
Lemper explota su voz al máximo mediante una paleta de recursos técnicamente cristalina
Pero a Lemper no le empequeñeció el grandilocuente escenario e irrumpió en él con mayor fuerza que el viento de tramontana que anteanoche sacudió Peralada. Si bien su voz no es de excesiva anchura, Lemper la explota al máximo mediante una paleta de recursos técnicamente cristalina. Agudos perfectamente abiertos, clínicamente colocados en pecho o cabeza y estrangulados o apianados sin fisuras, disimularon algún que otro desliz en falsete y sobreagudo al igual que numerosas notas graves atacadas con excesivo glissando.
Pero Lemper no es sólo una cantante en el sentido estricto del término; su meticuloso poder teatral sigue siendo su mejor baza. Quedó patente en algunos apuntes inspirados en coreografías que bien puedieran ser de Pina Bausch o Maurice Béjart, que se tradujeron en aleteos de brazos e hipnóticos movimientos de cadera que no se deben imitar a riesgo de sufrir daños irreparables en la estructura ósea.
En sus continuos vaivenes, Lemper transita peligrosamente entre el glamour y el narcisismo, pero es éste un narcisismo utilizado con inteligencia, al servicio de una música que se aleja de la neutralidad interpretativa. Oímos en Peralada a un Brel (Amsterdam) o un Piazzola (Buenos Aires) filtrados en una nueva visión alucinante y expresionista, traducción histriónica que tampoco se negó a la intimidad de la mano de una hoy difícilmente igualable interpretación de Lili Marlene. Lemper estuvo bien acompañada, destacando la labor del batería Tod Turkishier y la guitarra de Mark Lamber, mucho más cómodo en la eléctrica que en la clásica.
Consciente de la mínima duración del viaje musical que propuso al público, Lemper acabó con un remix de sus mejores éxitos, vertebrados en la weillana Die moritat von Mackie Messer, de la ópera de Cuatro cuartos cuartos, ensalada que encendió a un público entregado de antemano que mereció estar más cerca de su serpenteante ídolo.
Lemper presentará hoy el mismo espectáculo dentro de los Veranos de la Villa, de Madrid.
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