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Columna
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Iceberg de basura

En un relato de Max Jacob, titulado La mendiga de Nápoles, el narrador nos cuenta que cerca de la puerta de su casa pedía una mujer a la que todos las mañanas él arrojaba unas monedas. Sorprendido de que la mendiga nunca le diera las gracias, un día la miró con más atención y vio que lo que había tomado por una mujer era en realidad "un cajón de madera, pintado de verde que contenía tierra colorada y algunos plátanos medio podridos". Con este inesperado desenlace Jacob desprecia las denuncias clásicas del tipo: nuestra indiferencia social hace que veamos a los mendigos como si fueran objetos; las radicaliza por inversión: hasta tal punto son ciertas la indiferencia y la cosificación que un montón de basura abandonado en un rincón nos hace inmediatamente pensar en un ser humano.

La decisión de optar por la incineración se está produciendo sin auténtico debate

Este relato fue escrito en 1917, y sin embargo la situación que describe es fácilmente traducible a la actualidad, y sigue quedando, por desgracia, mucha materia necesitada de sus argumentos y de su enfoque crítico. Pero si hoy quiero recordarlo aquí es porque la imagen de esa confusión entre persona y basurero nos sitúa también, muy gráficamente, en otra gravedad. En el panorama real de los residuos, de los que generamos toneladas, que amontonamos como quien dice a las puertas de nuestra casa y que nos van a acabar cubriendo.

Todo el mundo está de acuerdo en que los residuos urbanos necesitan soluciones urgentes. Las diferencias surgen a la hora de decidir cuáles; cómo tratar ese asunto intratable. Creo que un buen punto de partida es entonar una especie de mea culpa individual. Asumir que se trata de nuestra basura; o por decirlo al revés, como Max Jacob, que podemos influir en el tamaño del vertedero, que la montaña de desperdicios depende directamente de nuestros actos diarios. Del número de bolsas que acumulamos en el supermercado, de las capas de envoltorio que aceptamos para un mismo objeto (plástico o celofán, más caja más papel de regalo, más bolsa del establecimiento); de nuestro nivel de resistencia a las vajillas y a los cubiertos de tirar; del grado, en fin, de atención crítica que aplicamos a lo desechable.

Yo no sé exactamente en cuanto se rebajaría la cordillera de residuos si todos fuéramos a la compra con nuestra propia bolsa de tela o con nuestro saquito para el pan; o si nos negáramos a que cada comida rápidamente consumida dejara tras de sí una bandeja como un naufragio. Pero asumo que bastante; y echo de menos más recordatarios en este sentido en los locales públicos, más invitaciones a la austeridad, más pedagogía alternativa.

Paso ahora a la vertiente pública del asunto. La perspectiva de una incineradora de residuos urbanos no a las puertas de San Sebastián, sino en su mismo patio, no me hace, como es natural, ninguna gracia. Y tampoco la sensación creciente de que el asunto del tratamiento de nuestros residuos es un iceberg del que la ciudadanía sólo conoce la punta emergida. La decisión de optar por la incineración, de ubicar las plantas quemadoras aquí o allá se está produciendo sin auténtico debate. Sin responder ni a las objeciones fundamentadas ni a las dudas (que son miedos) intuitivas, sin contraste de valoraciones técnicas; en un barullo inaceptable de (contra)informaciones.

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Dónde están, por ejemplo, los informes detallados sobre el impacto para la salud de este sistema. Dónde la respuesta pública a Greenpeace, o a esa plataforma de 500 profesionales sanitarios contra la incineradora de Txingudi; o a la denuncia de escamoteo de datos médicos alarmantes; o la noticia de que el Gobierno vasco tiene previsto hacer análisis de sangre, de antes y después, a las poblaciones afectadas.

Y cierro barriendo un poco para mi casa. Porque no me resulta verosímil que la mejor solución, humana y técnica, sea ubicar una incineradora a menos de tres kilómetros del centro más poblado de Guipúzcoa. No lo veo; o sólo puedo verlo como un argumento desde el lado oculto del iceberg, del interesado hielo político.

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