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Tribuna:FÓRUM DE BARCELONA | Opinión
Tribuna
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¡Ah sí, las naciones!

En el catecismo oficial del buen progresista podemos encontrar un abanico colorista de nuevos eufemismos de la contemporaneidad al estilo de: el desarrollo sostenible, el no a la guerra, la nueva cultura del agua, "otro mundo es posible", la ciudadanía cosmopolita, la diversidad cultural o el siempre socorrido y mitificado tema del futuro de las ciudades. El cóctel, bien agitado, produce efectos estéticos milagrosos y es ideal para refrescar los veranos. El apartado naciones, sin embargo, no aparece ni en el index nominum ni en el index rerum del catecismo. Pero si uno se aplica y busca con paciencia en el índice de modismos, locuciones y frases hechas, encontrará referencias indirectas del tipo: "el egoísmo insolidario de las naciones", "la cerrazón particularista de las naciones", "el tribalismo comunitarista de las naciones" o "esa comunidad ficticia-inventada llamada nación".

Hablar de naciones en según qué ámbitos es políticamente incorrecto. Hacerlo, además, para referirse a su riqueza ética puede originar en más de uno algo parecido al vértigo. En Barcelona, sin ir más lejos, el paso de hablar de la riqueza ética de las ciudades para hablar de la riqueza ética de las naciones puede ser interpretado, sencillamente, como una manera (grosera) de fastidiar.

Antes de que me lluevan los improperios, déjenme refugiar bajo el manto protector y auxiliador de los clásicos. Porque, en efecto, fueron Adam Smith, primero, en su libro La riqueza de las naciones, y luego Michael Porter en La ventaja competitiva de las naciones quienes, en distintas etapas de la modernidad industrial se preguntaron por las claves que determinan el éxito de los países.

Hasta inicios de la década de 1990, hubo un cierto acuerdo en la identificación de dichos factores. Adam Smith destacó básicamente elementos cuantitativos: el capital físico, el capital financiero, el número de población laboral y el nivel de productividad. Porter añadió dos factores cualitativos: el capital humano (el nivel de formación de la población laboral) y el capital intelectual (la capacidad de aprender organizativamente, generar conocimiento aplicado e innovar). Era, y todavía es, la época de la I+D.

Sin embargo, a mediados de la década de 1990, una nueva generación de investigadores fue un paso más allá subrayando la importancia de determinados elementos culturales y sociales para la mejora del rendimiento económico y político de las naciones; elementos que hasta entonces parecían no haberse tenido en cuenta. Robert Putnam (1994) y Francis Fukuyama (1995) hablaron del capital social. Es decir, allí donde hay sociedades civiles densas y activas, cuyos miembros interactúan entre ellos, hay también mayores niveles de confianza social. La diseminación de la confianza social es el mayor fertilizante para establecer pactos, cerrar acuerdos, impulsar iniciativas, cooperar con otros y, en definitiva, generar prosperidad y riqueza. Éste es, pues, un factor interno que puede contribuir a explicar por qué algunas sociedades con alto capital humano pero bajo capital social no son capaces de competir con otras con mayor densidad asociativa. No es de extrañar que en los últimos años los organismos comprometidos con el desarrollo de los países más atrasados hayan apostado por invertir en capital humano (educación) y capital social (redes asociativas).

Nuestra historia no acaba aquí. La etapa más innovadora, iniciada por Thomas Donaldson en el año 2000, abre una nueva puerta a la investigación y la aplicación. La globalización tiene, entre otras virtudes, la capacidad de convertirnos a todos, organizaciones y países, en más transparentes. Cualquier cosa que hagamos al poco tiempo circula por la Red y esos contenidos pueden determinar positiva o negativamente nuestra acción colectiva. Por ejemplo, la información recibida sobre los altos índices de corrupción en la Argentina del corralito decidió a muchos agentes a dejar de invertir en ese país por bastantes años. Las denuncias de racismo contra los agricultores de El Ejido causaron que determinadas empresas alemanas dejaran de comprarles pimientos de aquella zona o se aseguraran previamente de que su proveedor respetaba los derechos humanos y ofrecía condiciones justas a los inmigrantes contratados. Donaldson, en definitiva, nos está diciendo que en un mundo interconectado, un nuevo capital, el capital ético, es fundamental.

El capital ético tiene que ver con los valores. Porque son éstos los que hacen posibles las buenas prácticas y los que orientan los bienes internos de nuestras acciones, ya sean económicas, profesionales, asociativas o políticas. El modelo catalán -con perdón de los progresistas- debería de servir para presentar ante el mundo no sólo el ejemplo de una nación que aspira al pleno autogobierno desde la profunda convicción democrática y pacífica, sino también para proyectar el mensaje de que una nación puede ser también un espacio moral donde sean posibles la vida materialmente digna, la convivencia libre y justa y la vida con sentido. Es algo tan sencillo como eso: a las naciones democráticas, para llegar a ser honradas y prósperas, les basta con querer serlo. No lo digo yo, lo decía Alexis de Tocqueville hace siglo y medio en el párrafo final de La democracia en América.

Àngel Castiñeira es director del diálogo La riqueza ética de las naciones.

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