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LA CRÓNICA
Columna
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Se vacían pisos

Con el verano de uno y de dos cierran el piso y se van de vacaciones, angustia un poco encontrar un establecimiento en plena calle que diga: "Se vacían pisos". Por lo que puedo ver, el nombre no admite confusión. Se trata de un local lleno de muebles usados. Veo un sofá de terciopelo granate que me recuerda uno donde estuve sentada en el Bulli y que hacía juego con otro portento de cortinas. Claro que aquí el sofá parece estar en su salsa, con un tresillo de escay beis, unas sillas de madera dorada, una mesa de patas onduladas, una cornucopia... Pero una, que no se deja amedrentar por las apariencias, entra, pregunta y se informa. Un joven de acento latinoamericano deambula por entre el mar de muebles y objetos diversos. De entrada me dice que el dueño no está, yo insisto y al final me aclara lo que es obvio: "Aquí vaciamos pisos", me dice tranquilamente. "Sí, lo he visto en el cartel". Luego se anima y me cuenta que tienen una furgoneta y van a los pisos a sacar todo lo que ya no quieren los dueños, siempre que ellos -los de la furgoneta- consideren posible venderlo. Al dueño no le dan un duro, pero se ahorra el trajín de cargarlo hasta la calle. Si no es del gusto del vendedor, el dueño del sofá tendrá que pagar por el transporte. Es un servicio justo. Así es que, si este verano les vacían el piso por sorpresa, no culpen a este negocio del barrio de Santa Caterina.

La calle de Corders y adyacentes son una explosión de gente que baila, canta, ríe, bebe, habla o simplemente mira

Por ahí paseo yo más de un domingo porque la música que sale de los bares, los coches y las tiendas invitan a bailar merengue. La calle de Corders y sus colindantes son una explosión de gente que baila, canta, ríe, come, bebe, habla o simplemente mira. Allí se concentra la comunidad dominicana y los sábados y domingos se lo pasan en grande. Casi todas las tiendas están abiertas y los restaurantes sirven arroz con frijoles a todas horas. A los más jóvenes les encanta sentarse en el coche, con las puertas abiertas y la música a todo gas. A su lado, un enjambre de chicas se ríen de no se sabe qué, porque es imposible oír nada. Los teléfonos públicos no sólo sirven para llamar al otro lado del Atlántico, sino también para charlar con el vecino. Los cafés cruzan de un lado a otro de la calle, las latas de cerveza otro tanto. Y así se pasa la tarde.

Pero lo que quizá llame más la atención sea la gran cantidad de peluquerías por metro cuadrado. A las dominicanas les gusta cuidar su pelo y aprovechan los fines de semana para dedicarse a ello. María trabaja en una de esas peluquerías de la calle de Corders junto con otras dos dominicanas, una de ellas la dueña. No hace mucho que se vino a Barcelona y dejó a un bebé en Santo Domingo al cuidado de su madre. María espera poderlo traer con ella porque, dice, aquí se vive mejor. "El problema más gordo es el clima, pero nos vamos adaptando. ¡Qué remedio!". Como tantos otros exiliados, envía dinero a su país para mantener a la familia. "Trabajamos toda la semana y el único día que tenemos libre la mujer lo dedica a cuidarse. Por eso las peluquerías están llenas. En nuestro país ocurre lo mismo".

La peluquería es la excusa para reunirse las mujeres y charlar, como en la mayoría de los países árabes es el hammam, los baños públicos. Allí la mujer se siente a sus anchas, es su territorio, y está vedado al sexo masculino. En la peluquería donde trabaja María se sirve café a las clientas y muchas de ellas se traen sus cervezas. Pero quizá lo más importante del establecimiento, aparte de los cuatro secadores con sus respectivas sillas, la caja de los rulos, la bandeja de las pinzas, las redes, las capas, las toallas, los tintes, el secador de mano, los peines y cepillos, y el gran espejo, sea el equipo de música, con una exclusiva selección de cedés latinoamericanos. Y con este ritmo las clientas piden que les alisen el pelo, que es su obsesión, o las "extensiones", que también están muy solicitadas. "A las dominicanas nos gusta el pelo liso y nadie como nosotras sabe tratarlo, porque las españolas nos lo queman", comenta María. El proceso es largo y laborioso, pero ellas tienen toda la tarde por delante. Mientras, ellos se montan su rollo en el bar de enfrente, o en el mismo coche, o en la acera. "A nosotras no nos gusta que nos vean con los rulos puestos", dice una clienta, "pero es difícil evitarlo porque aquí se ve todo".

Muy cerca de esta peluquería hay otra regentada por una leonesa. "Hace 34 años que trabajo aquí y yo cierro los domingos, y seguro que si abriera me caería un palo, pero las otras...". En este momento está "haciendo los pies" a una magrebí que se queja de cómo han subido los precios. "Pues si te lo hace un podólogo, te cobra el triple", le espeta la dueña.

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Más adelante, ya en la calle de de Carders, me encuentro la curiosa iglesia de la Mare de Déu de la Guia o capilla d'En Marcús. La puerta está abierta y no puedo resistir la tentación. Sólo cuatro bancos por banda y dos viejecitas sentadas, que, en proporción, ya es mucho. Un hombre (¿quizá el cura?) y dos mujeres están enfrascados en poner una rampa de madera en la puerta. Les pregunto por los orígenes de la iglesia y me miran como si fuera un extraterrestre. Normal. "Es la más antigua de la ciudad", me dice una de ellas. Y siguen con la rampa. Como no soy muy bien recibida regreso al jolgorio y me meto en un bar, donde me siento infinitamente mejor acompañada. Y así me pierdo entre una cerveza, el ritmo de una bachata y las risas de la gente.

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