Inseguridad ciudadana
La señora no era de las que se dejaban intimidar. Desde que subió al autobús no le dio buena espina el adolescente con aires de árabe canaille que se apoyaba en la barra atornillada al bastidor del ventanal de la plataforma trasera. Ella, con la mano izquierda agarrada al lazo de cuero que colgaba del techo, miraba hacia delante para no marearse; la otra mano la mantenía sujeta al bolso a la altura del estómago, con las asas pasadas por encima de su hombro derecho. Él, con la vista perdida en el asfalto, dándole la espalda al conductor. La desconfianza de la dama creció al percatarse de que en cada curva el brazo derecho del canallita, cargado sobre la mano asida a la barra horizontal, rebotaba levemente sobre su costado. Decidió que no le quitaría ojo.
Pero ya era tarde. En la muñeca del joven le llamó la atención un reloj muy parecido al suyo. Al bajar la mirada comprobó que le faltaba su reloj. No era muy parecido; era, precisamente, su reloj. El que le mandó el Banco como interés en especie, cuando hizo aquella imposición a tres meses vista.
Intentando no perder la compostura, esta vez fue ella quien se giró frente a la ventana, reposó las asas sobre el antebrazo izquierdo y, sin apenas disimulo, se aproximó al joven. Había extraído discretamente de su bolso una aguja de hacer punto y la apretaba contra el costado del ladrón. Al mismo tiempo le decía al oído:
-Quítate el reloj y déjalo caer en el bolso.
Al pronunciar esas palabras apretó con más fuerza la aguja. Le pareció que el canallita se hacía el sorprendido; incluso, la piel de su cara semita palideció ligeramente. Luego, con gesto de profundo fastidio, hizo lo que se le ordenaba, sin atreverse a levantar la mirada.
Justo en ese momento llegaba el autobús a una parada y la señora se deslizó por la puerta. Aún no terminaba de creerse que hubiese tenido valor para enfrentarse a un delincuente extranjero. Pero había recuperado su reloj. Si otras personas hicieran lo mismo, habría mucha más seguridad en las calles.
Esa misma mañana, Mikel entró lívido en el patio delantero del cole. Nos cruzamos en el porche donde yo hojeaba la prensa.
-Profa, me acaban de atracar en el autobús con un pincho. Una amatxu bien vestida me ha robado el reloj que le regalaron a mi padre en el Banco. Me cogió leyendo la contestación del manager del Euskaltel a las declaraciones del yankee Amstrong sobre el miedo de muerte que había sufrido "al pasar entre un grupo de vascos muy excitados" en el Plateau de Beille:
-No todos eran vascos, que había algunos vestidos de vascos que no eran vascos.
Así que maquinalmente le respondí:
-¿Mikel, no sería una margineta vestida de etxekoandre?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.